CAMAGÜEY.- En sus orígenes, la vida bohemia hizo alusión a las costumbres de los gitanos procedentes de la región de Bohemia, reino histórico de la actual República Checa, quienes a mediados del siglo XIX se asentaron primero en Francia y luego se dispersaron sobre Inglaterra, Italia y España, de donde pasaron a América.Se supone que el típico bohemio es un individuo con vocación de artista, de aspecto despreocupado, apariencia llamativa, pero desordenada, ajeno al comportamiento, etiqueta, estética y obsesión material, defendiendo su permanencia en el mundo de las ideas, por lo que ha estado presente en todas las épocas como una alternativa social. Esa conducta ha promovido un movimiento cultural o subcultural, pero algunos filósofos consideran que la bohemia es la miseria disimulada con cierta belleza, hambre sobrellevada con humor.

Camagüey recibió tales ráfagas de Europa. Aquí fueron (¿o son?) sus cultivadores periodistas y seudoliteratos, pintores y trovadores, aunque estuvieron representados en todas las ramas de la vida “culturosa” lugareña.

Entre nosotros comenzó con la costumbre noctámbula de los periódicos y los cronistas sociales, involucrados en largas prosas que solían ser escritas, leídas y discutidas sobre la mesa del café más próximo a la redacción.Colegas de la primera mitad del siglo XX navegaban entre cuartillas permeadas de romanticismo y cubrían sus aciertos o desaciertos con seudónimos galantes como El príncipe azul, El Barón de bronce, El caballero bohemio y Felipe León de Cassy; y entre las mujeres las hubo como Madre Selva, Flor de Azahar y La marquesa de Montparnasse.

Resultaba ambiente habitual el café Imperial, amplio salón con sillas de hierro y mesas de mármol situado en República y el callejón de Benicia Perdomo (el Callejón de los Gatos), donde se reunía la plantilla de los periódicos El Camagüeyano y El Noticiero, quienes casi siempre amanecían enfrascados en bizantinas discusiones. Algunos escritores y periodistas en cierne iban allí en busca de un mecenas que les pagara un café y una “medianoche”, y en retribución ofrecían sus poemas o leían el último capítulo de una novela siempre inconclusa.

Otros tenían su cubil de 24 horas en El Chorrito, en Cisneros y Hermanos Agüero, donde echaban ancla jóvenes juristas y pintores sumados a esta cofradía, unos por su proximidad a la Audiencia, y otros a la Colonia Española, donde había talleres de pintura con alguna atractiva modelo.

La marquesina del Gran Hotel o el Parque Bar (actualmente La Volanta) eran sitios de los bohemios distinguidos, quienes “girovagaban” en torno al Liceo de la ciudad y la Casa Cabana, importante centro de música donde hoy está la Casa de la Trova, para escribir sus crónicas sociales con siempre intachables caballeros sport man chic, nobles damas, esbeltas o figulinas de alabastro.

Pero para los bulliciosos, especie que ha pervivido, capaces de suspirar con la prosa de Rosalía de Castro, pero nada melindrosos a la hora de emprender una ronda de cubilete, estaba el inmenso mostrador de madera del bar Jerezano, en la calle Maceo, y donde tendremos que colocar una tarja por las tantas figuras que “descargaron” allí.

Los más románticos de todos realizaban sus tertulias en Los aires del bar Casino, cerca del río Hatibonico, a donde llegaban en tranvías Vigía-Plaza de La Caridad.

También hoy pululan los bohemios, pero no siempre es el romanticismo lo que los inspira. En algunos casos están presentes para que la gente crea que son alguna cosa. Y caramba, ¡qué cosas hace la gente que se cree cosas!