“Tengo tanto horror a la muerte que se me ha hecho intensamente simpática la vida nómada y difícil que llevo”. Ponce

CAMAGÜEY.- Cuando el cuadro en blanco y Fidelio Ponce de León se encontraban, sufrían. El primero despreciaba al tipo raro que se desnudaba sin pudor ninguno, para pintarlo, y el hombre, con el alma encendida, azotaba la tela con una avalancha de tonos ocres y grises. El lienzo le llamaba vagabundo porque con una mano agarraba el pincel y con la otra un vaso de ron. Lo acusaba de loco, excéntrico y escandaloso, pero en el fondo, se rendía ante el genio.

Chispeaban en su taller el caos y la mala vida. En cada brochazo iba la inspiración maldita, la flor del mal —a decir de Poe—, del dolor, del placer y del infortunio, maestros de grandes de la paleta como el incomprendido Vincent van Gogh. Con ese signo del aventurero sin ventura anduvo por las calles de Camagüey, de La Habana y de otros pueblos cubanos, minimizado por los “conocedores” de arte, despojado de la gloria por su creación vanguardista. Sin embargo, nunca perdió su “toque” a la hora de evaluar una obra: “Este cuadro no debiera colgarse, es a su autor a quien hay que colgar”.

En Ponce surgían miles de paradojas y su quehacer resultó la evidencia más importante. Escondió debajo de las nebulosas creaciones a Niños, Arlequines, Beatas y hasta Rostros de Cristos. Configuró esos personajes sagrados o pacíficos como si lucharan, en la quietud, contra sus miedos, soledades, delirios. Tuvo agallas para esbozar su destino, en las siniestras pinceladas de su conocida Tuberculosis. Las pinturas contenían al Fidelio capaz de sostener una carcajada mientras leía un pasaje sobre El Bosco y, por otro lado, de verter sobre su traje un plato de frijoles negros, en respuesta a los que celebraron, en una comida, su pulcritud.

Duelo, muerte, miseria… confluyeron en su pincel en una orgía de colores baratos e instantes tragicómicos. Ningún concepto, frente a su mirada, permaneció seguro; de hecho, este hombre carcomido por la bebida y la tisis, en los finales de su existencia, ni para sí mismo imaginó un futuro cierto. Pero su porvenir, como en el lienzo, lo ventilaba también sobre el papel. Entre tantas desdichas, desvelos y resacas, siempre dejaba un resquicio luminoso para escribir “y tomamos de nuestra ánima más y más porciones de sublimidad y con estas formamos la obra de arte”.