Camagüey.- Por estos días se cumplen 86 años del poco conocido incidente que la memoria de nuestra ciudad recuerda como “el caso de tesoro de Van Horne”. Les cuento.

En la mañana del 11 de marzo de 1929 se realizaban obras del alcantarillado y pavimentación de algunas calles principales de nuestra ciudad, tarea iniciada apenas un año antes.

En la plaza del Paradero o del Vapor, lugar donde hacen esquina las calles de Avellaneda y Van Horne, frente al Hotel Plaza, y donde ahora existe un pequeño parque sombreado pero que antes fue descampado espacio preferido por cocheros, vendedores de fritas, ostiones y tamales, una cuadrilla de obreros colocaba adoquines.

Estaban los trabajadores en esa labor cuando dos de ellos, que a fuerza de pico y pala cavaban hacia el centro de ese lugar, dieron a un metro de profundidad con una caja metálica de regular tamaño, perfectamente sellada.
 
 Sorpresa. Curiosidad general, pues como la noticia del hallazgo pronto se propaló, un numeroso grupo de personas se congregó en el lugar.

El capataz de la cuadrilla, que debió ser un hombre rápido, exigió se le entregara el tesoro, así dijo, pues como era el jefe de esa fuerza tenía sus derechos y además, si aquellos dos peones no entregaban la caja de seguro que la policía del General Machado ya tendría tiempo de ocuparse del asunto. No por gusto se había colgado a tanto cuatrero.

La insinuación era precisa; un viaje sin escala desde la plaza del Vapor al Callejón del Pollo. Ese callejón es en la actual la avenida Madan Curie, en el reparto Previsora, pero por esos años era lugar preferido por la policía de la dictadura para lanzar los cadáveres de sus víctimas.

Convencidos pues con aquellas buenas razones, los trabajadores entregaron la caja al capataz que, ni corto ni perezoso corrió a buscarse una pata de cabra.

Pero aquí en Camagüey esos bretes vuelan rápido. Como el viento llego la noticia a oídos del ingeniero jefe de la obra quien infirió que, dado que el tesoro había aparecido en aquel lugar, el, que era el artífice del proyecto debía ser sin dudas el elegido para recibir aquel premio caído del cielo.

El ingeniero atajó al capataz en su frenética carrera y le ordenó entregarle la caja o no iba a comer más pan. Ateniéndose por demás a las consecuencias.

El capataz por supuesto entregó la caja.

Pero he aquí que casi al mismo tiempo que lo hacia el ingeniero jefe, el Alcalde de la ciudad le envió un mensaje rogándole que si en diez minutos la caja, el tesoro o lo que fuera, no estaba sobre su buró en el Ayuntamiento, podía despedirse de contratos ventajosos y crónicas sociales.

A los cinco minutos llegó el ingeniero con la caja al despacho del Alcalde, encerrándose ambos en la oficina, mandando a buscar además un par de cinceles y una mandarria.

Estaban en esas gestiones cuando dos camiones de soldados del Tercio Táctico Militar del Regimiento Agramonte entraron por el patio del edificio y ocuparon la planta baja, prohibiendo la entrada o salida de cualquier persona de ese lugar.

Un oficial ayudante le dijo al Alcalde que el Coronel estaba ya subiendo las escaleras, por lo que sería mejor, abstenerse de ejercer alguna acción sobre el tesoro que debía pertenecer al Estado, ya que su jefe se ocuparía de preservarlo.

A poco, a la presencia del Coronel de la plaza, la caja que era de plomo se colocó sobre la mesa de reuniones del Ayuntamiento y con una barreta y martillos quedó abierta ante la expectación de los presentes.

Al día siguiente la prensa publicó la siguiente nota;

“El pasado día 4, mientras se llevaban a cabo las obras de pavimentación y alcantarillado de la plaza del Paradero, fue hallada casualmente por los obreros una caja de plomo que contenía tres ejemplares de los diarios locales La Verdad, El Camagüeyano, El Popular y El Pueblo; un peso plata acuñado en 1915; dos onzas de veinte centavos, una de cuarenta; un níquel y una moneda de cobre de un centavo.

Este cofre fue enterrado, al parecer, en el lugar junto a la primera piedra donde iba el monumento a El Lugareño”.

Y eso fue todo.

Tres periódicos viejos y un peso y 86 centavos que estuvieron a punto de desencadenar una guerrita civil en la ciudad. Para rematar, en acto de politiquería ante la prensa que acudió presurosa al Ayuntamiento para conocer de primera mano la realidad de las murmuraciones y aquel despliegue de tropas, el Alcalde ordenó que el dinero fuera distribuido entre los trabajadores de la cuadrilla que había hallado la caja.

Después se supo que por lo menos a cada uno de aquellos peones les correspondió alrededor de tres centavos y medio.

Me refiero al 1.80 centavos en moneda nacional, porque con el níquel y el kilo prieto yanqui se quedó el ingeniero jefe, quien dijo que como recuerdo. Persistente que era el hombre, ¿No creen?

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