CAMAGÜEY.- Quisimos entre todos inventarnos una crónica. Con tizas y en la pizarra del aula universitaria nos sorteamos al amor. No hubo timidez en mis muchachos, solo sonrisas; es muy fácil decir lo que papá nos enseñó.

De él aprendió Amanda que aunque lo diga una canción, los sueños sí se pueden volver realidad, y que no saberlo todo es la mejor grandeza del mundo. El de Gladys hizo las de buzo y en secreto confesó que después de la boya, el mar no es tan oscuro como parece.

Lo de buen jinete Claudia lo sacó del suyo que sabiamente le dijo: si se sueltan las riendas, nunca sueltes el pico de la montura. Y qué hombre este, hasta desafía las cuestiones de género cuando en la cocina (y en la vida) agrega a cada comida un tin de azúcar y un poco de agua para que no quede ni tan seca ni tan salada.

Contradiciendo al clásico Pinocho, el de Jorge siempre ha dicho que la mentira no hace crecer la nariz como lo dice el cuento porque, en su lugar, achica el alma.

Si de ir a la contra se trata, a los de José y Ricardo les dio por hacer versiones muy propias de los refranes. El primero confirma que es más sencillo tenderle la mano a alguien que empujarlo para que caiga, y el segundo recomienda, en tu beneficio, que nunca orines frente al ventilador.

Les aseguro que el nuevitero César aprendió del suyo que así como el azabache para el mal de ojo, no hay nada mejor que ponerse una piedrecita bajo la lengua para salir a pedir botella.

El mío tuvo tiempo para hacer también de maestro; me demostró con creces que no hay mejor combinación que la pizza con platanito, que no se debe juzgar al sol por sus manchas, y que tener un nombre de estrella no te convierte en una, aunque esa haya sido su intención al inscribirme.

Quizá estas líneas sugieran una suerte de invento, pero al juego de cronicar la vida también nos enseñó papá.


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