Nunca el texto martiano me pareció tan real, tan polémico, tan de estos tiempos. De fondo una bandera, una Cuba que con palabras en una rasgada tela se tornaba tierra, isla, caimán, gentes, pueblo, resistencia, dignidad, libertad.

Cada quien, como Martí, dijo lo que entendía por Patria. Para unos fue ese cercano trozo de asfalto, su pedazo de cuadra, el barrio, la circunscripción, el comité; para otros fue el cañaveral y la guayabera, la guantanamera y el chan chan, Elpidio Valdés y Chuncha; Yipsy lanzando el martillo, Sotomayor retando a las alturas; Buena Fe y su catalejo, Celia Cruz con su Azúcar; el Comandante sentenciando que volverán.

Una vez más Teatro del Viento me sacudió el piso; al texto duro y sin tapujos, como nos tiene acostumbrado, se unió esta vez la danza, la música y las artes plásticas, no como simple apoyatura, sino como parte de ese gran discurso que fue el espectáculo en escena.

No importó quién era el tirano, bastó saber que quería destruir ese espacio de suelo que llamaban Patria para salir a darlo todo. El barrio de Centro Habana se confundía a ratos con la realidad de los presentes, porque el teatro no entiende de distancias ni de barreras.

“Abdala... no es más que el reencuentro de los jóvenes con la obra martiana desde el escenario”, comentaba Freddys Núñez Estenoz, director de la compañía; esta es una puesta en escena hecha por y para los jóvenes, porque amén de lo que otros piensen, a ellos tampoco les temblarán las piernas si hay que defenderla.

A nadie le fue difícil sentirse madre sin serlo; junto a los personajes cada quien suplicó en silencio al hijo que no marchara a defender lo incierto, reclamó lo que por derecho otorga el vientre y que ella pretendía robar, pero como diría el maestro “el amor, madre, a la patria no es el amor ridículo a la tierra, ni a la yerba que pisan nuestras plantas; es el odio invencible a quien la oprime, es el rencor eterno a quien la ataca”; no hay sitio para las comparaciones, a veces madre y Patria se confunden.

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