Este 29 de octubre se cumplen 118 años  de la aprobación de esa Carta Magna,  promulgada en el lugar que le diera nombre, en la antigua provincia de Camagüey, donde culminó su elaboración una asamblea constituyente de representantes del Ejército Libertador, en virtud de lo establecido en la Constitución de Jimaguayú de 1895.

En ese propio mes de 1897, el  general Ramón Blanco y Erenas fue designado nuevo Capitán General de Cuba, como la última alternativa de Madrid,  que  esta vez  no enviaba a un nuevo gobernador con miles de soldados de refuerzo, si no a alguien que vino con la promesa de otorgar la autonomía para conservar su valiosa posesión amenazada por la guerra de independencia desde un extremo a otro de su geografía.

Su plan se basaba esencialmente en cambiar la política de su antecesor, Valeriano Weyler, con las vanas esperanzas de llegar a un arreglo con los cubanos  sobre la base de las reformas dentro del sistema colonial, o sea, lograr una paz sin la independencia, en  un tardío intento de aplicar una variante del Pacto del Zanjón con que concluyó la Guerra de los Diez Años en 1878.

El nuevo Capitán General sabía, además, que por la vía militar le era imposible imponerse. España estaba con las arcas vacías y un ejército agotado y derrotado  que no podía reemplazar a los más de 100 mil  hombres muertos en combate o  por enfermedades en casi tres años de contienda.

En ese contexto, los constituyentes de Jimaguayú proclamaron una Constitución  adecuada a la situación de conflicto, pero que perfilaba un sistema de leyes para la futura nación libre y regida por instituciones democráticas que incluía la jurisdicción del  territorio nacional, sobre la ciudadanía, los derechos individuales y políticos y la forma de gobierno de la República, sus principales cargos, establecía la función de la Asamblea de Representantes y  disposiciones de carácter general.

Los representantes eligieron como Presidente, al  Mayor General Bartolomé Masó Márquez, y  Vicepresidente, al Brigadier Domingo Méndez Capote.

Al igual que la Carta Magna anterior, establecía que solo culminaría la guerra con la plena independencia de la Isla, negándose cualquier resquicio a maniobras reformistas y de intento de división de las filas de la Revolución, con lo cual se cerró el paso a los planes hispanos de lograr la paz con reformas, como ocurrió en la Guerra de los Diez Años.

Para hacer cumplir esos principios, los mandos militares emitieron órdenes de aplicar la pena capital  a los portadores de  esas propuestas que se presentaran ante las fuerzas insurrectas con propuestas de paz que no incluyeran la total independencia.

Pero este orden constitucional sería vulnerado, no por la vieja metrópoli y sus alucinantes planes de extender su dominación en la Isla. En su lugar se impuso  la estrategia norteamericana de intervenir en la contienda en el momento propicio para impedir la victoria cubana e inaugurar su dominio imperialista sobre Cuba.

Desde el principio el gobierno norteño a la vez que proclamaba el derecho del pueblo cubano a ser libre, desconocía las instituciones de la República en Armas, incluyendo al propio Ejército Libertador, cuando no le fue imprescindible en el campo de batalla, donde resultó un apoyo decisivo al llevar el peso de los principales combates  para las operaciones de las tropas de La Unión en 1898. 

Así procedieron, apoyados en las figuras anexionistas de  Tomás Estrada Palma y otros, para  disolver al Partido Revolucionario Cubano, apenas culminada la guerra.

También estimularon las contradicciones de Máximo Gómez con la última representación legal de la República en Armas, la Asamblea del Cerro, y lograron la disolución del Ejército Libertador, con lo cual todo estuvo listo para la intervención y el inicio de la seudorrepública el 20 de mayo de 1902.

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