CAMAGÜEY.- La muerte, ese amargo estadío de la vida que supone el fin de la existencia, nos arrancó, físicamente, el 25 de noviembre, a nuestro Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz. Todos los cubanos sentimos el dolor a flor de piel y lloramos, ya fuera en compañía o en el silencio nocturno, la soledad del abandono, o el derrumbe espiritual que encarnan aquellos que han visto la partida de un amigo entrañable, de un familiar, de un padre.

Los camagüeyanos, comprometidos con la obra del líder histórico de la Revolución, quisimos, ante el glorioso paso de la caravana que condujo sus cenizas hasta el cementerio Santa Ifigenia, rendirle el más profundo tributo y rubricar para la historia un sagrado juramento: Yo soy Fidel.

El primero de diciembre, ya en las primeras horas de la tarde, el pueblo aquí salió a la calle en busca de un espacio en azoteas, en el umbral de una casa o en los brazos de una madre. Otros, como este periodista, prefirieron simplemente quedarse parados en la acera de la Avenida de La Libertad para percibir de cerca el espíritu de ese hombre que nos legó una patria ansiada por José Martí "con todos y para el bien de todos".

El sol, en su mejor momento, ardía sobre la cabeza de muchos ciudadanos. Yo sentía cómo el resplandor golpeaba mis pupilas, cómo un aire extraño recorría la muchedumbre que poco a poco aumentaba a mi alrededor. Las personas miraban hacia la vía: primero a favor, luego en sentido contrario. ¿Qué busca la gente? ¿Qué sentimiento mueve a las multitudes a un mismo sitio? ¿Cuál es la palabra exacta que define mi presencia aquí? Solo pensaba: amor.

Caminé por la acera y encontré sentado en una silla a un hombre con un porte algo taciturno. No apartaba la mirada del piso. Su nombre era José Fajardo Cisneros y cada vez que sus labios mencionaban a Fidel, las lágrimas le corrían por debajo de sus gafas. "Todos los cubanos que le rindieron tributo al Comandante lo hicieron por iniciativa propia", me enfatizaba él, quien me aseguró, mientras vibraba su cuerpo de emoción, que "si mencionara sus logros entonces es cuando nos daríamos cuenta de lo que el mundo perdió..." bajó su cabeza y después de contener el llanto por unos instantes me ofreció disculpas. "¿Por qué?", respondí para mis adentros.

"A muy pocas personas se estiman, con tanta fuerza, fuera del círculo familiar ", me contaba Odalis Rodríguez Cedeño, una mujer que decidió atarse en la frente una cinta blanca que rezaba claramente un lema, un lema que la igualaba al fundador de nuestra Revolución Cubana. Ella me miró con algo de timidez pero, como los verdaderos cubanos, no quieren perder la oportunidad para agradcer al líder eterno con una frase precisa y determinante: "yo soy el resultado de su obra".

"¡Cuánta gente joven!", dijo alguien a mi lado, yo, observé sobre mi hombro y entre los fastuosos portales vi a una escurridiza alumna de secundaria básica. "Vine aquí para despedirme de ese hombre que construyó una Cuba justa donde los niños pueden disfrutar de educación y salud gratuita", dijo Lisneidis García Cabrera estudiante de octavo grado de la secundaria básica Javier de la Vega. En sus ojos había confianza; fulguraban cuando expresaban su deseo de convertirse en médico para ayudar a los necesitados.

"Ya son las seis y media y nada", comentó un señor que no dejaba quieto su pie izquierdo. Continuaba la espera. Todos permanecían parados. Pasaron varios minutos.

De pronto las personas comenzaron a estirarse, como si fueran a tocar el firmamento con sus ojos y, aunque era innecesario, se pusieron en puntillas porque todos querían verlo mientras pasaba. Yo intenté lo mismo, y con todas mis fuerzas imploré duplicar, triplicar, mi tamaño. Deseé llegar a su lado, fundirme junto a él en aquella suerte de viaje a la eternidad, olvidar la tragedia, a los detractores descorazonados. Simplemente, quise ser Fidel.

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