CAMAGÜEY.- Su figura y su obra son representativos del arte cubano contemporáneo, y de la autenticidad de la expresión pictórica del Camagüey. Es el curador de sí mismo y el espectador que aspira a la crítica honesta que se comunique con todos los públicos. Adelante Digital comparte claves de su exposición Rarities, prevista el 2 de febrero a las 4:00 p.m. en el Museo Provincial Ignacio Agramonte

No estoy de acuerdo con Joel Jover cuando se ubica lejano en el tiempo. Hace unos días me despedí con cara de haberle creído, pero todavía no han logrado convencerme sus argumentos con santos y señas del siglo XX, como si el siglo XX en Cuba ya hubiera terminado.

Joel Jover es un hombre asequible. Está a la mano en su galería taller en la plaza San Juan de Dios; sin embargo, nunca me he acercado sin una buena razón. Tal vez me he perdido las mejores lecciones de su vida cotidiana. Eso pienso desde nuestro diálogo reciente con el pretexto de sus 50 años de pintor.

¿Por qué prefiere celebrar con rarezas?

—La exposición se llama Rarities por un disco de Los Beatles titulado así. No es una retrospectiva. Hay obras que no he expuesto nunca porque son rarezas. Se me ocurrieron en un momento, otras las dejé sin terminar y tienen dos fechas. Así celebro mis 50 años de pintor y los 40 de Versiones y diversiones, mi primera exposición en el Museo Provincial. Gerardo Mosquera, el crítico más importante del momento la vio después en Nuevitas, y la alabó en un artículo incluido en su primer libro, Exploración a la plástica cubana. La gente empezó a conocerme.

Cuentan que no fueron tantos a los que les gustó…

—Son cuadros feos, grises, de un expresionismo violento. Cogía obras de la historia del arte, del Renacimiento, el Barroco, y las destrozaba. Se pudo hacer la exposición por tres personas, Ana María Pérez Pino, Camelia Guasch y Roberto Méndez. A nadie les gustaban, pero a ellos sí. Era más grande, pero se perdió. Ya había salido del servicio militar —del ‘74 al ‘77 en el EJT—, que asumí como el karma útil para otras cosas, la principal, dejarme el pelo y la barba.

¿Qué hay de sus primeros 10 años de carrera?

—Entré en el ‘67 en la Escuela de Arte y en el ‘69, por irme a unos carnavales me botaron. Por sugerencia de un profesor me fui a La Habana a la Escuela Nacional de Extensión Cultural para trabajadores, que formaba instructores de arte en un año. Oscar Lasseria, Nazario Salazar, Reinaldo Miranda estaban allá. Siendo estudiante cogí un premio del salón Centenario de Lenin, y otro en el Salón de Jóvenes Artistas. Cuando salgo hago Dibujo, en la Biblioteca de Nuevitas. Yo quería ir en contra del arte cubano del colorido exuberante y las figuras bonitas. La única que se atrevió a eso fue Antonia Eiriz. Su influencia está en mi obra, igual que la del francés Jean Dubuffet. Hice mi primera exposición en grises y con lo que encontré: óleo, pinturas de aceite, cosas pegadas.

¿Es importante para usted la figura del artista desde la imagen que proyecta como persona?

—Soy un artista del siglo XX en todo, y mi formación está apegada a aquella bohemia. En Camagüey para mí el artista por excelencia era Héctor Molné, quien siempre andaba medio perdido, su personalidad me recordaba a Fidelio Ponce. En los ‘90 la imagen del artista empezó a cambiar. Antes querían ser peluces. Ahora los ves acicalados. Yo solo me visto con jean. Tampoco me cabe en la cabeza tener que escoger entre un pantalón y otro, un pulóver y otro. A lo mejor es porque cuando era joven todos teníamos un solo pantalón. Me molesta mucho que el arte se ha vuelto muy costoso. El artista de éxito y con dinero es reciente.

Me ha asegurado que no es fanático, sin embargo tiene un expediente de melómano con perfil bien definido…

—No soy el clásico fanático de Los Beatles. La explicación plausible es que no pudimos oírlos en el tiempo que debíamos. Ese grupo tuvo una evolución musical y por eso lo sigo. Tengo el estudio lleno de óperas. Yo sé que mi tiempo en el estudio dura lo que tres discos. Hay días que ando con tres de Los Beatles o tres de Joaquín Sabina. También me gusta la música cubana de los ‘50 porque crecí con ese universo sonoro. Frente a mi casa se encontraban tres de los ocho bares de Tarafa. Tengo un libro de cuentos bastante adelantado que he dedicado a mi pueblo, y otro autobiográfico en Arte Cubano, en espera de papel, donde cuento de mis lecturas y hablo del artista, el crítico, el curador y el “director de orquesta”.

¿Por qué no celebra su carrera literaria?

—Yo iba a ser escritor, no pintor. No conocía absolutamente nada de pintura pero desde niño leía mucho, nos intercambiábamos cómics, luego de Emilio Salgari, Julio Verne… Publiqué cuentos en la revista Gente, de Nuevitas. Mi primera influencia fuerte fue Onelio Jorge Cardoso, luego Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, Gabriel García Márquez… La forma mía de leer es leerme el autor completo. Soy de la generación de la literatura de sobaco y de la poesía de César Vallejo. No me convertí en escritor por mi mala ortografía. En el año ‘70 estaba en el taller literario de Enrique Cirules, y era compañero de Miguel Mejides. Empecé a desconfiar del significado de las palabras y ahí me fundí.

¿Sigue viendo el mar cuando al soñar abre las ventanas de su casa al Parque Agramonte?

—Sí, todos los días. El sueño mío es poder ver el mar. Quisiera tener una casa en Tarafa, con materiales y comida, pero tengo que ser millonario y por tanto eso no se me va a dar. Sabes qué, yo encontré mi Tarafa en Mallorca: los pescadores calafateando, el olor a pescado fresco… Escribo un libro de cuentos, porque aunque las cosas no pasaron así, su gente tenía el derecho a conocer a Lennon, a que Marilyn Monroe hubiera nacido allí. Quiero irme con la idea de que lo encontré.