Desde que arrancó la primera máquina de vapor en Inglaterra allá por el 1760 se acabó —imagino yo— el relativo silencio que hasta esos momentos disfrutaba el universo, solo alterado por los dislates de la naturaleza, los ritos locales de los nativos, los golpes de las macanas, los chillidos de los animales y el renquear de las ruedas de madera.