CAMAGÜEY.- En la casa marcada con el No.5 en la calle Soledad comenzó el vía crucis del futuro independentista. Ignacio Agramonte provenía de un linaje familiar asociado a los apellidos más encumbrados de aquel contexto que, según la investigadora Elda Cento Gómez en Ignacio Agramonte, el hombre que va a la guerra “… les había permitido labrar fortunas y ocupar responsabilidades públicas (…) aunque (…) en vísperas de la contienda, las bolsas paternas no estaban tan holgadas como antaño”.

Las primeras luces del conocimiento académico las obtendría “… en varios colegios de su ciudad natal, siempre como externo (…) por lo que pudo recibir (…) la influencia de su honrada familia y en especial de su padre”, apuntó en una biografía al héroe camagüeyano, el patriota, Manuel Sanguily. A la sapiencia del niño, contribuyeron también el maestro español, Don Gabriel Román y Cermeño, el claustro de educadores, creado y dirigido por José de la Luz y Caballero, en la capital, y su preparación en los colegios de Barcelona, durante un período de siete años.

De regreso a su tierra, se matriculó en la Universidad de La Habana en el curso 1857-1858, y en el ‘59 le otorgan el título de bachiller en artes. Ese propio año, se alista en la carrera de jurisprudencia y el 19 de julio de 1863, logra el título en esa disciplina. En el valioso ejemplar, Vida de Agramonte, el historiador, Juan José Expósito Casasús refiere cómo en ese momento “… más que el talento y la erudición de aquel joven, sus excepcionales condiciones de carácter (…) quedó marcada (…) la línea de la vida política de aquel varón austero ...”

CONTORNOS HEROICOS

De este notable insurrecto no son abundantes los óleos ni las instantáneas, sin embargo, sus semejantes e investigadores lo han delineado en cuerpo y alma para la posteridad. En el libro Ignacio Agramonte en la vida privada, Aurelia Castillo lo describió “… alto, delgado, muy pálido, no con palidez enfermiza, sino más bien, así podemos pensarlo ahora, con palidez de fuertes energías reconcentradas (…) sus cabellos castaños, finos y lacios; sus pardos ojos velados como los de Washington”.

Uno de los amigos de la escuela fue Manuel L. de Miranda. Luego se convertiría en su ayudante, en el campo de batalla. Este insurrecto elaboró un magnífico cuadro de su viejo compañero: “Frente espaciosa, ojos grandes, algo dormidos, trigueño muy claro, facciones bien delineadas, bigote fino, y no montañoso como aparece en los retratos que se publican, de mirada dulce y no azorada, como aparece en los sellos de correo”. Lo califica como un hombre nacido para mandar, curado de despotismos y altanerías.

Delinea también la estampa de El Mayor un versado en los hechos gloriosos de nuestra nación, Oscar Antonio Loyola Vega, en el artículo Imaginar a Agramonte. Él completa los rasgos de una “… nariz, correcta; la boca bien trazada daba paso a la blanca dentadura. Delgado, musculoso sin excesos, era jinete consumado y esgrimista notable, tal y como se exigía de un joven de clase social”, destaca como una actitud poco usual en un cubano que no le gustaba elevar demasiado el tono de voz.

Cento Gómez pondera sus “dotes de orador y facilidad de palabras”, mientras, el periodista Manuel de la Cruz en su trabajo Ignacio Agramonte: orador, legislador y guerrero explica, sobre su buen decir, que “La magia y la fuerza (...) residían en la dicción llana, clara, limpia, en la argumentación sólida, sobria, persuasiva en el tono severo (…), su palabra fue (…) la expresión armoniosa y pura de su carácter, el verbo de un sacerdocio sin mancilla”.

Manuel Sanguily, lo rememora “… de aventajada estatura y aspecto muy distinguido y airoso. De finísimo cutis, nariz aguileña y fuerte (…) larga la sedosa cabellera y (…) tenía el aire juvenil de un doncel de leyenda, principalmente cuando al sonreír mostraba la dentadura de maravillosa perfección femenina”. Entre las páginas del ejemplar Ignacio Agramonte, documentos, del historiador Juan J. Pastrana, aparece una anécdota del propio Sanguily del tiempo de la Guerra Grande de cómo un americano, impresionado con la figura de El Mayor, le halló una similitud con el apóstol San Juan.

ESTAMPA MAYOR

El aspecto físico es imprescindible para darle rostro al hacedor de hazañas, para sentir materializado un ideal y palpar con la mente, lo que nos cuentan sus contemporáneos. Pero sin un retrato espiritual nos quedaríamos solo en una mirada superficial e incompleta del ser que fue.

Plantea el intelectual, Cintio Vitier que “en cuanto a Ignacio Agramonte, Martí lo ve como el prototipo de la eticidad épica cubana y tuvo por él, entre los hombres de acción, preferencia comparable a la que sintió por Luz entre los (...) de pensamiento”. Ese criterio se lo refrenda nuestro Héroe Nacional, en el texto Céspedes y Agramonte.

“… oía más que hablaba, aunque tenía la única elocuencia estimable,(...) se sonrojaba cuando le ponderaban su mérito; se le humedecían los ojos cuando pensaba en el heroísmo, o cuando sabía de una desventura, o cuando el amor le besaba la mano (…) Era como si por donde los hombres tienen corazón tuviera él estrella (...) y al recordarlo, suelen sus amigos hablar de él con unción, como se habla en las noches claras, y como si llevasen descubierta la cabeza ”, afirma, Martí.

Un 20 de febrero de 1886, el periódico La República, de la ciudad de Nueva York, publicó un artículo del ilustre oficial insurrecto Máximo Gómez siempre conmovido por la obra del hijo de Camagüey. Abunda sobre la madera de la que estaba hecho aquel chico, a “... quien jamás se le veía triste ni confuso, aunque pocas veces reía, no gustaba hablar con los suyos sino de asuntos serios y útiles a la guerra, pues era ajeno a las superficialidades”.

EMINENTE LEGISLADOR

En aquel hito histórico que representó la Asamblea Constituyente de Guáimaro, el 10 de abril de 1869, Agramonte desempeñó un rol relevante. Su mentalidad independentista, influenciada por los ideales libertarios de la Revolución Francesa influyeron en los criterios y maneras de organizar la gesta recién iniciada, con el alzamiento de Carlos Manuel de Céspedes en Demajagua, el 10 de octubre de 1868.

Aunque en la práctica la contienda requería de un documento más ajustado al conflicto que se libraba “… dignifica por su trascendencia en la historia de la Jurisprudencia en Cuba. En medio de la Guerra de los Diez Años, (…)  líderes de la contienda bélica enarbolaron el pensamiento político del primer Estado independiente, unido y antiesclavista que nacía”, afirma la investigadora Kezia Zabrina Henry Knight, en su trabajo Primera Constitución de la República en Armas, 1869: Guáimaro y el principio de continuidad.

Nació la República con una carta magna que propuso los tres poderes de la división burguesa clásica: el ejecutivo, el judicial y el legislativo, este último con una Cámara de Representantes, con capacidad para elegir y destituir al presidente y al resto de los funcionarios. Defendieron e hicieron prevalecer esa estructura civilista, para evitar la aparición de un gobierno dictatorial, los villareños y camagüeyanos, encabezados por El Mayor. 

Durante las sesiones de ese momento cumbre, Manuel de la Cruz, fue magnetizado por la inteligencia de Ignacio. Le impresionó “… lo mismo en las juntas, que en el Comité, en la Asamblea que en la Constituyente (...) su ascendrada sinceridad, serena vehemencia y elevado y recto juicio, llevó de victoria en victoria, sus convicciones”.

Y como escritas con fuego, resaltan las siguientes palabras:

“La crítica en el día de las sentencias, juzgará su obra de legislador. Sean cuales fuesen los errores en ellas encarnados, unos bullían en los libros doctrinales de la época, en la atmósfera de aquel período de convulsiones universales (...); todos eran el común resultado del impulso recibido para emprender opuesta ruta a la que hasta entonces, como a una manada se había obligado a seguir al pueblo cubano”. Enfatiza cómo, Agramonte se propuso impedir la tiranía civil y militar.

DE LA TOGA AL MACHETE

La transición de abogado a guerrero era cosa inevitable para un servidor a ultranza de la justicia y el cumplimiento cabal del bien. Debía salir a pelear por la paz, por la libertad, por una tierra próspera donde sus vástagos crecieran felices. A su idolatrada le aseguró: “… ¡Jamás, Amalia, jamás seré militar cuando acabe la guerra! (...) ¡Yo te lo juro por él, que ha nacido libre! (...) Mira, Amalia: aquí colgaré mi rifle, y allí, en aquel rincón donde le di el primer beso a mi hijo, colgaré mi sable".

En una carta al abogado y profesor, José Manuel Mestre, a inicios de enero, de 1871, manifiesta que  “Cuba será independiente a toda costa”. Además de precisar su destino, ligado a la Patria en cualquier circunstancia, se reconoce su actitud innegociable con los traidores, en el Paradero de las Minas, y el matiz altruista de aquella mítica frase, pronunciada en la reunión en la sabana de La Redonda, ante la pregunta retórica de “¿Con qué contaba para ganar la guerra?”: “¡Con la vergüenza!”.

Desde su estreno como jefe militar, en el combate de Altagracia, participó en diversos encuentros bélicos como Las Minas de Juan Rodríguez, El Clueco, Las Tunas, La Industria, El Cercado, La Caridad de Arteaga, El Rosario, Ingenio Grande, El Socorro, Las Piedrecitas, Curana, La Entrada, El Mulato, La Redonda, La Horqueta, Guaicanamar, Palmarito, La Trinidad, Sebastopol, Consuegra, Las Catalinas, El Quemado, Cocal del Olimpo... y el excelso Rescate de Sanguily, protagonizado junto a 35 jinetes, que arrancaron al brigadier de la Guerrilla de Pizarro, integrada por 120 soldados. 

Sin una maquinaria ofensiva como la caballería, la probabilidad de éxito en la mayoría de las acciones hubiera sido menor. El historiador Ricardo Muñoz Gutiérrez, en la publicación Agramonte, la virtud de cambiar para servir mejor, sostiene que El Mayor “… supo, en las condiciones de la guerra en Cuba y en específico en el Camagüey, adoptar la forma organizativa más conveniente para las unidades combativas de su ejército (...) su caballería, (…) constituye el ejemplo más elocuente al respecto”.

Ilustra la tradición de jinetes los habitantes de esta comarca, el independentista, Fernando Figueredo Socarrás y convida a imaginar una simbiosis como resultado de la práctica y la constancia, entre el hombre y el animal, para dar vida a “... un centauro (...) armado de un rifle corto, un machete y una espuela que maneja a discreción(...) formaos una idea de lo que será un grupo de estos (...), cuando embriagados por el combate, animados por el jefe (…) caen como una avalancha sobre su contrario”. 

ÚLTIMA CABALGATA

En el punto más sublime de su carrera, cuando había ya transformado a Camagüey en un bastión temible para la colonia española, y la idea de una invasión a Las Villas parecía tan próxima, tan asequible, emergió, el 11 de mayo de 1873, su omega: Jimaguayú. Aquel “… fue uno de esos días nefastos que se marcan en la vida de los pueblos con caracteres indelebles”, a decir del historiador, Juan Torres Lasqueti.

Mientras el exceso mambí, cruzaba el potrero para alistar a la caballería villareña al combate, acompañado del teniente Jacobo Díaz de Villegas, y los ordenanzas Diego Borrero y Ramón Agüero, recibió una sorpresiva descarga de fusilería. Era la muerte disfrazada de la 6ta. Compañía del batallón de infantería de León. Era la parca agazapada entre la yerba de guinea y convertida en venganza por las victorias sobre el temible capitán Setién, conocido como El tigre, y sobre el coronel Abril.

Las tropas mambisas luego de una búsqueda infructuosa, sin esperanzas, no hallaron al héroe. Lamentablemente, los ibéricos obtuvieron el botín de guerra más preciado, como indica un comunicado español de la época: “… a las 4:00 p.m. (…) se me dio el parte de que un soldado (…) sabía el sitio en que estaba un cadáver que debía ser el de Ignacio Agramonte”. A 9:00 p.m., el comandante español José Ceballos, regresaba a su campamento, en Ingenio Grande, con el cuerpo de ese mozo rebelde de 31 años, que tantos dolores de cabeza les había dado.

En el centenario de su caída, un avezado de la Historia de Cuba, como también lo fue el Comandante en Jefe, Fidel Castro Ruz, recordó cómo los colonialistas condujeron al mártir a la ciudad de Camagüey, el 12 de mayo, y lo trasladaron, más tarde, al cementerio para incinerarlo “No les quedó a sus compañeros de armas, ni a sus familiares, ni a sus compatriotas, ni a su pueblo, el consuelo de conservar los restos de El Mayor (…) alegaron en aquella época que lo habían hecho para evitar profanaciones (...); pero hay razones más que sobradas para sospechar que quisieron hacer desaparecer toda huella (...) de Ignacio Agramonte, porque aun después de muerto le temían”. La lógica de Fidel, engasta con la aseveración de Juan J. Pastrana: “La bala que lo fulminó en Jimaguayú y la saña que lo hizo cenizas no pudieron, ni podrán, evitar la lección de valor y dignidad revolucionarias que él ha legado a su pueblo”.

El “drama de Jimaguayú”, como lo denominara Jorge Juárez Cano, generó un golpe devastador, a manera de efecto dominó, en la salud de la Guerra de los Diez Años, y en la gente que seguía, con el corazón, a Ignacio (...) “todo era aflicción y tristeza, los que hablaban, hacíanlo en voz baja y de duelo, como hacen las familias numerosas cuando han perdido a uno de sus deudos", comentó Serafín.

“En aquellos días, todo vino a tornarse más lúgubre en el campo de la libertad con la caída de un solo hombre”, escribió Armando Prats Lerma, y otro insurrecto, Pablo Díaz de Villegas, se dolió por la desaparición física del “… caudillo de más prestigio de la Revolución por su inteligencia, energía, constancia y fe”.

Ramón Roa, declara en el artículo, 11 de mayo. Muerte de Agramonte, cómo sus huestes lo miraban sempiterno. “… debía ser invulnerable, pensaban unos (…) es inmortal, exclamaban otros, que mentalmente recorrían las vicisitudes de su vida revolucionaria”. Mientras, en una misiva anónima, redactada en la manigua, se leía: “Tú no puedes tener idea de los esfuerzos que (…) hizo por levantarnos de la postración en que nos hallábamos (…) con las dificultades que se presentaron se desarrolló su espíritu, convirtiéndose en un hombre notable, en un héroe”.

Díaz de Villegas, asegura que “… es incuestionable que Máximo Gómez no hubiera podido dar los combates de Palo Seco, La Sacra, Naranjo y Las Guásimas, si no hubiera encontrado al llegar a Camagüey después de la muerte de Agramonte, con aquella magnífica caballería”.

Más allá del genio militar, el profesor de Historia del Pensamiento Cubano, Andrés Fernández Millares aviva su llama simbólica en las aulas de la Universidad de esta provincia, que también ostenta el nombre de ese héroe epónimo: “Hay que estudiarlo, enseñarlo e investigarlo como un líder de pensamiento, como un ideólogo del independentismo del ‘68, como un intelectual”. Manifiesta que en él se reúnen cualidades y dimensiones que lo hacen un paradigma para los cubanos y para los camagüeyanos, en particular. Recomienda indagar en su hondura política, la actitud radical, en el oficio jurídico, la dinámica constitucionalista, la ética… desplegar una visión cultural, generalizada, hacia su figura.

Desvela el educador que para iluminar algunas de esas zonas oscuras en el quehacer espiritual de El Diamante con Alma de Beso, la carrera de Licenciatura en Historia de la casa de altos estudios coordina “un proyecto con los estudiantes de la disciplina para profundizar en las raíces ideológicas de Agramonte, esas que forjaron su razonamiento, convicciones y principios”.

Fernández Millares, agramontino hasta la médula, aconseja, para venerar mejor a El Mayor, adentrarnos en su alma sin deificarlo. “No lo sacralicemos, ni lo imaginemos incorpóreo. Tuvo virtudes y defectos como cualquier humano. Si así lo entendemos y lo enseñamos, lo amaremos más”, anuncia. Y es cierto, pero lo desobedezco. Al menos en este 150 aniversario de su caída, me siento justificado para elevarlo una vez más por encima del firmamento, para tomar prestada una frase al más universal de los cubanos y definir el alcance de su grandeza: “su luz era así, como la que dan los astros”.