MADRID, ESPAÑA.- En Madrid, he probado por primera vez el kiwi. Una fruta nueva para mi paladar cubano, acostumbrado a los jugos densos del caimito, a la carne harinosa del canistel, a la dulzura vegetal del anón. Al mirar su piel áspera pensé en el níspero. Y al probarlo, me sorprendió su acidez juguetona, su frescor eléctrico, y una textura que provocaba en la lengua un cosquilleo casi familiar. Me recordó, no por igual, pero sí por sensación, al anoncillo cuando se pega al diente, o al marañón cuando su astringencia corta la saliva y obliga a tragar.
¿Es eso lo que hacemos cuando nos enfrentamos a un sabor nuevo? ¿Buscar sus equivalencias en lo que ya conocemos? Tal vez. No para comparar, sino para traducir. Nuestro paladar es una especie de archivo viviente, una enciclopedia sensorial que consulta referencias propias antes de aceptar lo extraño. Y el gusto, como la nostalgia, es siempre relativo.
La planta del kiwi, Actinidia deliciosa, es originaria de China, aunque fue en Nueva Zelanda donde se volvió una estrella comercial. Es una enredadera trepadora, de hoja ancha y flores blancas, que necesita climas templados y cuidados específicos. Su fruto, marrón y velludo, recuerda al níspero si se le mira con ojos isleños: ovalado, con una piel algo rústica y una carne inesperada.
Al cortarlo por la mitad se revela un interior hermoso, hipnótico: un centro blanco rodeado por un círculo verde vibrante y simétrico, salpicado de pequeñas semillas negras. Esa imagen se ha vuelto tan popular que muchos niños cubanos saben identificar un kiwi sin haberlo probado jamás. Aparece en animados, envases de galletas, manuales escolares. La imagen del sabor llega antes que el sabor mismo.
En boca, el kiwi es una contradicción deliciosa: es firme pero jugoso, ácido pero dulce, con un leve cosquilleo que lo hace sentirse vivo. Tiene algo de cítrico sin ser naranja, algo de fruta tropical sin ser Caribe. Es refrescante como una ciruela verde, y a la vez tiene un fondo que recuerda a una planta después de la lluvia.
Y sin embargo, el paladar no olvida. Cuando pruebo el kiwi, mi cuerpo reacciona desde un lugar donde ya habitan otras frutas. Lo que llamamos “sabor” no es solo química: es memoria, cuerpo, paisaje. Así, esa astringencia suave del kiwi me hace pensar en el marañón, que en Cuba no es nuez sino fruta: su jugo ácido y pegajoso, su piel que adormece la lengua
si se muerde sin cuidado.
El anoncillo —o mamoncillo— también aparece en la comparación. Su pulpa pegada al hueso, esa forma casi instintiva de abrirlo con los dientes delanteros, deja un cosquilleo leve en las encías que se parece a lo que el kiwi produce al final de la mordida. No en sabor, sino en sensación. Como si la lengua estuviera cartografiando territorios sensoriales y dijera: aquí
he estado antes.
Cuando alguien emigra, no solo cambia de país: se muda también el paladar. Y en ese traslado, el archivo sensorial intenta adaptarse. Va buscando equivalencias, cruces posibles. ¿Dónde hay una fruta que me hable como me hablaba el mamey? ¿Dónde encontrar la suavidad densa de la guanábana, la acidez de la piña de monte, el dulzor intacto del mango bajo la lluvia?
Los fabricantes de aromas y sabores lo saben. Por eso no diseñan productos pensando solo en lo que gusta, sino en lo que recuerda. Han colonizado nuestro paladar desde la infancia, con jugos, golosinas, helados y cereales que no saben a fruta, sino a la idea de la fruta que alguna vez probamos.
Así, cuando comemos algo ultraprocesado “con sabor a mango”, lo que se activa no es el gusto, sino la nostalgia de una tarde feliz en la infancia, probablemente acompañada de azúcar, televisión y despreocupación.
El sabor ha sido despojado de su subjetividad y puesto al servicio del recuerdo manipulado. Lo que comemos ya no nos alimenta, pero nos emociona. El helado de fresa no huele a fresa, pero nos hace sonreír. El caramelo de guayaba no se parece a la fruta, pero nos recuerda a la merienda escolar.
Y sin embargo, hay sabores que no se dejan engañar.
Ningún laboratorio ha logrado replicar aún el olor profundo y verde de una guayaba partida a mano, ni la textura casi animal de una guanábana madura en el regazo. Ninguna fórmula ha conseguido la combinación exacta de azúcar, fibra y jugo que tiene un buen mango criollo, el que uno chupa hasta la semilla, con los dedos manchados y las mangas arremangadas.
Quizás algún día lo logren. Tal vez se invente una molécula capaz de decirle a nuestro cerebro esto es lo mismo. Pero hasta ahora, al menos en mi boca, no lo han conseguido.
Porque hay sabores que no solo se comen: se recuerdan con todo el cuerpo. Y mientras eso siga siendo cierto, el gusto seguirá siendo un territorio libre.