CAMAGÜEY.- No hablaré de la telenovela brasileña de turno, aunque tome prestado el título y aproveche el runrún del próximo cambio de época en la narración de las historias. Ambos elementos me dan pie a una reflexión acerca de la sociedad y sus destinos.
La COVID-19 ha provocado tanta zozobra que obliga a un alto en el camino, para barrer la hojarasca de cosas prescindibles, reajustar los hábitos y escarmentar con cabeza propia frente al espejo de nuestros antepasados.
Existe una verdad irrefutable: nuestra especie siempre ha estado expuesta a patógenos, pero demoró en inventar aparatos para verlos. Supo de las bacterias a finales del siglo XVII, y dio con los virus dos siglos después.
En la Toscana del siglo XVII, las cuarentenas duraban 40 días. Como no se sabía la causa de la peste, se ordenó matar a perros y gatos, y quedó el banderín abierto al vector del bacilo: las ratas. Ha sido un camino de la prueba al error, y viceversa.
Si nos remontamos 11 000 años atrás, el ser humano fue víctima de gérmenes de los animales salvajes que empezó a domesticar, y acto seguido desarrolló resistencia a nuevas enfermedades; no obstante, los primeros infestados provocaron la muerte del 99 % de poblaciones sanas.
Moviéndonos varios siglos a acá, se estima que la gripe, el sarampión, la viruela y otros padecimientos en un siglo redujeron la población precolombina de 60 a 6 millones. Se conoce como la Gran Mortandad, pues al eliminarse el 10 % de la población mundial provocó un enfriamiento global, debido a la reforestación de los campos y los bosques donde trabajaban.
La actual pandemia es un ejemplo de las tragedias anunciadas por trastornos al planeta. Científicos atribuyen el Ébola, el VIH-Sida, el Zika y el nuevo coronavirus SARS-CoV-2 a desequilibrios de los ecosistemas en los bosques.
Tres de cada cuatro enfermedades infecciosas nuevas o emergentes se originan en animales. Una hipótesis presenta a la COVID-19, como el resultado de la transmisión desde un murciélago a otro animal (un pangolín o un perro), que infectó a humanos en un mercado en la ciudad china de Wuhan.
Pudiéramos seguir atando cabos, por el mapa del desastre ecológico si la temperatura sube cuatro grados. De esa cartografía se habla desde 2018, cuando con semejante desgracia investigadores convidaron a imaginar costas tragadas por el mar y hasta una Antártica urbanizada.
En julio pasado se descubrió el segundo cráter en el desierto helado de Siberia. Al noroeste está la península de Yamal, pequeño territorio conocido como “el fi n del mundo” que este verano registró 37°C. Ese agujero confirmó que la tierra explota en la región más fría porque hasta allí aumenta la temperatura. Además del metano liberado a la atmósfera, ¿cuántos gérmenes quedarán descongelados y pondrán a prueba la resistencia del cuerpo humano?
Los antepasados no tuvieron la ventaja científica de hoy para identificar riesgos y prever con alternativas, pero los seres contemporáneos no reaccionan ni con la muerte pegada a la nariz. Se desenfocan con el barullo de lo frívolo y se envilecen con la gula monetaria. Ojalá las telenovelas presentaran las historias de amor que se viven en la zona roja y ayudaran a cambiar las malas prácticas para permanecer con salud en el planeta, a través del tiempo.