CAMAGÜEY.- Revisando unas gavetas encontré una foto que me hizo viajar en el tiempo. Yo tenía once años. En ella aparezco junto a mi madre —quien ha construido desde los cimientos al hombre que soy— y Teresa, mi maestra de primaria: un ser luminoso y entrañable del que no he vuelto a tener noticias.

En la foto parezco asustado, y lo estaba, porque aquel no era para mí un día cualquiera. Esa mañana Teresa lucía la serenidad de siempre; su mirada me transmitía la confianza habitual, aunque tenía un brillo especial que ya le había notado antes.

Mientras el recuerdo se vuelve más nítido, agradezco la suerte de conservar esa instantánea. Hoy resulta muy sencillo guardar imágenes, pues casi todos llevamos una cámara en el teléfono móvil; pero hace unos años, tener una foto era un acontecimiento, y los fotógrafos eran personas importantes, célebres entre sus amigos y vecinos.

Me vienen entonces a la mente otros momentos que me habría gustado inmortalizar: yo vestido con mi uniforme de pionero, o junto al busto de Martí y la bandera, por ejemplo.

Vuelvo a mirar con nostalgia el retrato y me parece escuchar a Teresa explicando algún ejercicio que me resultaba difícil, su voz cálida estremeciéndome la memoria. Disfrutaba particularmente las clases de lectura: su voz era una música exquisita, única, infinita. La recuerdo llegar con algún regalo entre las manos, como premio al esfuerzo que me permitió superar un semestre complejo, o incluso un grado. Aún me emociona el orgullo que mostraba al verme aprender.

Cada mañana la esperaba con ansiedad. Aunque la oía decir que venía de Florida, nunca imaginé que eso significaba viajar más de treinta kilómetros diarios para sembrar en mí —y en tantos otros— sus conocimientos.

Para mí siempre tuvo un cariño a flor de piel, una sonrisa transparente y un abrazo dispuesto.

Ahora pienso en el poder de la voluntad humana, en el poder del amor más allá de cualquier visión romántica y vacía. Recuerdo que el horario escolar era inviolable, que las tareas eran sagradas, y aun así siempre hallábamos espacio para la risa y la alegría.

La foto fue tomada en la escuela Ramiro Guerra, en la ciudad de Camagüey. Es testimonio de una historia hermosa, similar a la de muchas personas que se negaron a dejar de soñar frente a la adversidad. Fue el día en que recibí mi diploma de sexto grado, en julio de 1993.

Miro el retrato y me estremezco ante los ojos de Teresa, una maestra que tuvo tantas escuelas como alumnos, porque era una maestra ambulante que hizo de mi casa la más linda de todas las aulas.