A veces, un espectáculo no solo se ve: se vive. Se queda latiendo por dentro, como un tambor que sigue sonando aunque el escenario ya esté en silencio. Así fue El Percusionista, de Gorsy Edú, en el Liceo de Salamanca. Un regalo del FÀCYL.
Gorsy no necesita más que su cuerpo, su voz y sus tambores para poblar todo el escenario. En una hora y media de música, palabra y danza, nos llevó del llanto a la risa, y de ahí al corazón de su memoria. Con sabiduría tejida en cuentos, juegos y silencios, nos recordó que “quien tiene un abuelo, tiene un tesoro”, y que el ritmo no es solo música, sino conjunción del tiempo y el tempo, una forma de estar en el mundo.
Porque si en Occidente se habla de cuatro elementos —tierra, agua, aire y fuego—, en África, nos dice Gorsy, hay un quinto: el ritmo. Ese que hace vibrar al cuerpo, ese que nos antecede y nos atraviesa. En escena, ese ritmo se transforma en experiencia colectiva. Un niño aprende de su abuelo, lo cuida, lo pierde y parte en busca de una cura. La migración, la memoria, la raíz, lo perdido y lo encontrado. La historia de uno, que podría ser la de todos.
Me conmovió su forma de hablar y de callar, de cantar y de contar. La palabra como tambor, el tambor como palabra. Nos enseñó que, a diferencia de otras cosas, una vez que soltamos una palabra ya no hay manera de engullirla. Por eso debemos cuidarla.
Cada instrumento que tocaba era más que un objeto: era un compañero. Trece, para ser exactos. Uno a uno, los besó con respeto, como quien honra a un ancestro.
Al mediodía, en El Rincón del FÀCYL, ese espacio de encuentro con los artistas, cuando le preguntaron qué árbol quería ser, eligió el baobab, que en su cultura llaman la ceiba. Por sus raíces profundas. Me acerqué a él, cubana que soy, y le conté que en Camagüey, mi ciudad, hay un baobab en el Parque Botánico. Y que la ceiba nuestra es otra. Me habló entonces de la semejanza, de la fuerza y la majestuosidad de ese árbol sagrado, común a nuestras dos tierras. No hizo falta mucho más: ya estábamos conectados.
Él dice que no es músico, aunque toca todos los instrumentos de percusión de Guinea Ecuatorial. Que su espectáculo no es actuación, sino compartir. Que el personaje que interpreta no percute solamente: también repercute. Y que cuando el público responde, cuando se deja llevar, cuando canta, cuando ríe, cuando guarda silencio, entonces el viaje se ha cumplido.
Después de 17 años recorriendo el mundo, El Percusionista llegó al FÀCYL. Con tambores, cantos, danza y poesía, este actor, músico, coreógrafo y contador de historias nacido en Ebebiyín, Guinea Ecuatorial, nos recordó que el arte —el verdadero— no se separa en disciplinas ni se limita a un escenario. “En mi aldea no puedes entender el canto sin el llanto, ni la danza sin la música, ni la música sin la poesía”, dijo. Y eso fue lo que trajo: la vida entera, hecha ritmo.
Gorsy Edú creció tocando instrumentos tradicionales de su tierra: el nkúu, el mëndjang, el mbeiñ. Aprendió a golpe de contacto, de herencia viva, más que de academia. Y aunque quiso estudiar Medicina, la música —como forma de vida ancestral— se impuso. No se considera músico: se considera alguien que hace música porque la lleva dentro.
El Percusionista parte de un relato simple: un abuelo que transmite su sabiduría al nieto a través de la música, hasta que la enfermedad lo obliga a migrar en busca de un remedio. Pero lo que vibra ahí va más allá del argumento: es el ritmo como esencia de la vida.
En El Rincón del FÀCYL, Gorsy Edú había tejido palabras con memoria, sonidos con raíces, ideas con preguntas. Es, ante todo, portador de una herencia que no se aprende en libros: la oralidad como sabiduría.
“Yo no concibo el arte como profesión, sino como modo de vida”, dijo. Para él, el teatro no es un lugar donde representar, sino un espacio donde transmitir la esencia ancestral. En su obra, el público no mira: participa. “Lo que hago es compartir experiencias, valores, una especie de canto universal.” Por eso no habla de composiciones, sino de inspiraciones. Por eso viaja con sus instrumentos como si cada uno hablara por una parte de su cultura.
Se define como alguien que toca tambores. Nada más. Pero en su forma de hablar, de moverse, de decir, se percibe algo más antiguo y profundo, como de un griot. Esa figura africana con el don de la palabra, aunque no necesariamente con el de la verdad. “Solo falta que el artista esté a la altura de lo que debe transmitir.”
Y mientras hablaba, dejaba caer imágenes como proverbios. “Antes, lo más rápido que podía mover al ser humano era un caballo. Ahora se puede a 300 km/h. Pero yo sigo proponiendo la opción del buen paseo.” Gorsy, en medio de un mundo que acelera, insiste en que también se puede caminar. También se puede escuchar.
De ahí su amor por el instrumento de comunicación cuando todo falla. “Porque la comunicación no es solo tecnología; es presencia, es ritmo, es conexión humana.” Por eso, cuando termina su espectáculo, la gente no aplaude solo lo que vio. “Me dicen que han hecho el viaje junto al personaje.”
Durante la función, los tambores hablaron, el público respondió, y juntos tejimos una memoria que no necesita traducción. Gorsy no solo interpreta: convoca. En efecto, no actúa: hace que el público viaje con él. Porque si el ser humano nació en África, cada vez que un artista africano sube a escena, nos lleva —aunque no lo sepamos— de vuelta a casa.
Como el juego con las palabras, propusimos uno con la “F” de FÀCYL, y también de su cultura fang. Y en esta ciudad que por unos días se convierte en familia, Gorsy nos lo recordó: la “F” de también puede ser eso: familia, fuego, felicidad… o función. Y la suya quedará, sin duda, como una de las más profundas de esta edición.
Un día, Gorsy estuvo en Cuba, invitado por el grupo Síntesis. Ahora, ha estado en Salamanca. Pero en realidad, con cada paso, él solo sigue haciendo lo que hacen los árboles con raíces profundas: conectar tierras lejanas, hacer memoria, sembrar escucha.