CAMAGÜEY.- Hubo un instante, apenas comenzó el panel, en que quedó claro que aquello no sería la típica mesa donde las ideas se acomodan por cortesía. Algo en la manera en que los panelistas se escuchaban —con curiosidad, a veces con reparos, siempre con altura— anunciaba que el ensayo, ese género que existe justamente para pensar en voz alta, estaba a punto de encarnarse allí, frente al público.
Íbamos a presenciar no un monólogo a cuatro voces, sino un ejercicio vivo de criterio, ese músculo que la época insiste en atrofiar.
El encuentro formaba parte de la XXXI edición del Premio Nacional Emilio Ballagas, celebrado del 19 al 21 de noviembre y dedicado este año al ensayo. Evelin Queipo Balbuena moderaba. Junto a ella, tres ensayistas de perfiles muy distintos: Félix Flores, María Antonia Borroto Trujillo y Armando Pérez Padrón. La mezcla prometía densidad. Lo que no sabíamos es que también nos regalaría fricción, contrapunto, pensamiento en movimiento.

UN COLOIDE PARA EMPEZAR
Evelin Queipo abrió el encuentro con una imagen que marcaría la tonalidad del diálogo: “El término coloide viene de la química; me interesa para el ensayo porque es una sustancia híbrida, una mezcla donde las partículas conviven sin disolverse. Pensemos que el ensayo del siglo XXI puede ser
así”.
La metáfora no quedó flotando: se convirtió en el marco conceptual de toda la conversación. Queipo recomendó El infinito en un junco, de Irene Vallejo, como ejemplo literario de esa elasticidad contemporánea: un texto que es historia, narración, erudición y confesión a la vez.
Con ese telón de fondo, la dinámica comenzó a encenderse.
PENSAR ES DISTANCIARSE: ARMANDO ABRE FUEGO
Armando Pérez Padrón tomó la palabra como quien afina un bisturí: “El ensayo es un ejercicio del pensamiento”. No hablaba del pensamiento académico, sino del que se activa y depura cuando se escribe. Al mencionar el libro que prepara sobre la película Lucía, de Humberto Solás, explicó su apuesta: “Quiero que el proceso del ensayo ayude a comprender determinadas cosas, a distanciarse”.
Y concluyó con un principio que sería hilo conductor del debate: “Implica actualización constante para estar a la altura de los tiempos”.
El público asentía, como si reconociera en esa frase la promesa del género: pensar para no detenerse.
EL RIGOR FRENTE AL COLOIDE: FÉLIX ENTRA EN ESCENA
A ese impulso reflexivo, Félix Flores respondió desde otro ángulo, desde otro tono, desde otra escuela: “He visto realmente que todo tiende al coloide, y yo soy de la vieja escuela”.
La frase arrancó sonrisas y abrió el primer contrapunto del panel. Félix, con su claridad habitual, defendió la importancia del rigor: “Uno no puede publicar una investigación”.
Lo dijo para marcar frontera: un ensayo puede nacer de una investigación, pero no debe arrastrar consigo la maquinaria metodológica. Recordó el consejo de Luis Álvarez, decisivo para él: “Había que sacar el basamento metodológico, quitar los procedimientos y replantear los objetivos”.
Su intervención trazó una línea esencial: el método no es la meta; es el punto de partida. Y, sin embargo, insistió en que el ensayo requiere saber escribir: “Mis ensayos se han basado en el análisis textual, la investigación, la búsqueda bibliográfica. Y para escribir hace falta saber escribir”.
Félix habló de sus experiencias en universidades del Reino Unido y Canadá, donde el ensayo se enseña como asignatura, y lamentó que en Cuba no se le dé igual relevancia. La sala asentía: el género pide escuela, pero también libertad.
EL YO, EL LECTOR Y LA POSMODERNIDAD: ENTRA MARÍA ANTONIA
Entonces María Antonia Borroto Trujillo movió el eje hacia un territorio distinto: la experiencia lectora y la autoralidad del siglo XXI. Citando al filósofo Gustavo Bueno recordó: “El ensayo es una forma prototípica de la modernidad”. Pero ella mira hacia la posmodernidad, donde el yo resurge y se transforma: “Sigue existiendo esa personalidad autoral fuerte”.
Habló del origen periodístico del ensayo, de cómo se consolidó en las páginas de publicaciones periódicas, y del riesgo de escribir solo para especialistas: “Tratar de no escribir para expertos. Tratar de no escribir para un tribunal de tesis. Tratar de escribir para un lector”. Y añadió una preocupación generacional: “¿Cómo seducir al lector del siglo XXI? Yo misma estoy leyendo mucho en Facebook”.
El auditorio rió, pero la reflexión era seria: “¿Cómo lograr que vea que un libro es seductor, que es necesario?”
Borroto Trujillo cuestionó las revistas indexadas, su impersonalidad obligatoria: “Son un corsé… obligan a fingir la tercera persona”. Y dejó una frase que resonó como axioma: “El pensamiento bien estructurado es bello”.
EL DEBATE SUBE DE TONO: EL YO, SÍ; EL YO, NO; DEPENDE
Félix intervino otra vez, esta vez para matizar una tensión creciente: “Hay lugares donde no cabe presentarse personalmente. Uno de ellos es el campo metodológico. Pero hay muchos trabajos en los que el yo le da la credibilidad”.
María Antonia respondió con otra precisión: “El yo está presente por las cosas que define el investigador”. Y añadió una crítica a los talleres de redacción científica: “No son garantes de cientificidad”.
El panel vivía ahí su momento más rico: tres criterios distintos, sostenidos con argumentos, no para imponerse, sino para iluminarse mutuamente. Un coloide vivo, justo como Evelin había descrito.
MARTÍ, WILDE Y LA IDENTIDAD CUBANA DEL ENSAYO
En un giro emotivo, Félix recordó la presencia de Martí en esta tradición: “Mi texto preferido de Martí es el texto sobre Oscar Wilde”. Celebró que hoy se reconozca que las crónicas y cartas martianas eran ensayos, y narró una anécdota deliciosa: en sus años en el periódico Invasor, él creía escribir crónicas, hasta que Luis Sexto —al prologar un libro suyo— le reveló: eran ensayos. “Lo importante es que sigan saliendo buenos ensayos”.
La frase cerró su intervención con una humildad que contrastaba con la solidez de su postura.
EL PÚBLICO IRRUMPE: EXPRESIVIDAD Y VERDAD
Desde el otro lado, Jorge Santos Caballero lanzó una sentencia rotunda: “Hay que escribir y saber comunicar… y no todo el mundo puede hacer un ensayo”. El ejemplo que ofreció —un ensayo incluido al pie de La mujer araña— ilustraba lo que él llamaba literaturidad, ese elemento irreductible
de expresividad personal.
Luego habló la profesora Matilde Varela, con una intervención tan breve como luminosa: “El autor tiene que mostrar su verdad, y hacer que el lector la sienta, aunque la juzgue”. Mencionó a Roberto Fernández Retamar y Fina García Marruz, “mezcla química” perfecta, enlazando con el coloide inicial.
EL FINAL: EL ENSAYO EXISTE, AUNQUE LA ESCUELA NO LO NOMBRE
Evelin Queipo cerró el encuentro con una pregunta que golpeó donde duele: “En los programas de estudio se dan los géneros épicos, líricos y dramáticos… ¿y el ensayo? ¿Cuándo el ensayo?”
Como editora de Ediciones Ácana, compartió su lucha para convencer a autores de que el ensayo no debe ser académico ni frío: “El ensayista sí está obligado a mostrarse”.
Y citó la frase de una autora mexicana que definía con exactitud a quienes cultivan este género indócil: “Los ensayistas se aferran a una idea”.
El panel terminó ahí, pero la conversación no. Quedó flotando la certeza de que el ensayo —este género al que algunos llaman indefinible y otros indispensable— es, sobre todo, un acto de coraje intelectual. Un territorio donde se puede disentir sin romper, donde el pensamiento se arriesga, se mezcla, se expone.

EPÍLOGO: UN GÉNERO QUE SIGUE RESISTIENDO
Lo que ocurrió en ese espacio fue más que una discusión sobre géneros literarios. Fue el testimonio de que el ensayo —ese espacio híbrido, libre, exigente— sigue siendo uno de los últimos territorios donde es posible sostener un criterio, disentir sin fractura, pensar sin miedo.
Si hubo algo admirable en ese breve tiempo compartido fue justamente eso: la evidencia de que sostener un criterio es todavía posible, todavía urgente, todavía hermoso.
Un coloide, sí.
Pero un coloide vivo: mezcla de pensamiento, rigor, estilo, verdad y riesgo.
Un género indispensable en un tiempo que, cada día, nos invita a no pensar.
