CAMAGÜEY.- Era improbable, pero sucedió, porque lo verdaderamente extraordinario ocurre cuando todo parece estar en contra. Así fue el concierto de despedida de la delegación mexicana del Proyecto Orquestas Unidas por la Paz, que, junto a la Sinfónica de Camagüey, ofreció una tarde inolvidable en el patio de la Oficina del Historiador de la Ciudad, un espacio de belleza arquitectónica que se transformó en escenario para un acto de resistencia poética.

 Originalmente concebido para el Teatro Avellaneda, el concierto debió trasladarse debido a la crisis energética que atraviesa el territorio. Pero el patio abierto tampoco ofrecía garantías: cerca de las cinco de la tarde, cuando debía comenzar la música, lo que cayó fueron goterones que obligaron a desmontar las sillas de la orquesta, resguardar los instrumentos, y a que el público se moviera con sus propios asientos, como si cada quien defendiera su lugar en ese prodigio en ciernes. Una hora más tarde, sin certezas pero con voluntad, comenzó el concierto dirigido por el venezolano Gerardo Reyes Velázquez. Lo que siguió fue una verdadera dramaturgia del espíritu.

 

La Sinfonía n.º 40 de Mozart abrió la jornada con una exquisita selección de obras que reflejó la diversidad de la tradición sinfónica occidental y latinoamericana. Una pieza de sombra y fuego, interpretada con admirable concentración pese al calor sofocante, los pájaros revoloteando entre columnas, y un cielo que no terminaba de decidirse. Al concluir el primer movimiento, algunos aplausos espontáneos rompieron el silencio litúrgico de la música de cámara. El director, con cortesía, pidió esperar hasta el final para aplaudir. Pero esos aplausos —aunque “imprecisos”— eran profundamente humanos: un reflejo de días de agotamiento acumulado, del insomnio por el calor, de cocinar con carbón como en otros siglos. Aplausos como un suspiro colectivo.

 LA MUSA DE HUASCA

 Luego vino el estreno internacional de La musa de Huasca, del compositor mexicano Roberto Aguilar Arellano, quien además participó al piano. La obra, una travesía por ritmos latinoamericanos, emocionó por su frescura y arraigo. También se incorporó una orquesta de guitarras, algo poco habitual en el formato sinfónico tradicional, pero que dio voz a las raíces populares mexicanas. En los atriles vimos rostros conocidos de la delegación: Alondra Barquera, coordinadora del proyecto y funcionaria de Hidalgo, con su violonchelo; y Mónica Janette Autrique, directora del Centro Escolar Praderas, con su violín. Eran parte activa del acto.

 Fue descrita por el maestro Eduardo Campos, director de la Sinfónica de Camagüey, como un “viaje épico a través de la historia musical de nuestra América”, con pasajes de pasodoble, bolero, vals, sevillana y huapango, envueltos en una orquestación colorida y emotiva. “Tiene una fuerte presencia de la música mozárabe, que evoca la liturgia andaluza”, explicó. Un momento íntimo y conmovedor que simboliza el corazón emocional de la obra.

 “En mi música no van a encontrar una situación técnica, sino una situación emocional”, comentó su autor, quien ha dedicado años a rescatar ritmos tradicionales y darles vida dentro del lenguaje sinfónico.

La musa de Huasca brilla con luz propia, y es un honor que Cuba haya sido elegida en el inicio de su ruta internacional. La obra fue escrita durante un año y, antes de llegar hasta acá, se presentó en México y Costa Rica. La elección de Camagüey no fue casual. Aguilar Arellano destaca el peso cultural de la ciudad y su riqueza artística: “El arte fluye aquí, hay una situación artística muy viva”, comentó.

La obra, de aproximadamente 15 minutos, despliega una paleta de timbres rica y expresiva. Su enfoque se materializa, por ejemplo, en el solo de violín, interpretado en México por una joven de Huasca de Ocampo, lugar donde nació la inspiración para la obra. “No es de muchas notas, sino de pocas notas hacer sentir a la gente”, dice el compositor, quien comenzó su camino musical con una guitarra, al no poder costear un piano.

 El trasfondo de La musa de Huasca se encuentra en el imaginario de un pueblo mágico —el primero reconocido como tal en México—, donde, según la leyenda, habitan duendes, caen cascadas, y aún se explota una mina de plata. Se dice incluso que se construyó un camino de plata para que el emperador Maximiliano de Habsburgo pudiera atravesarlo. Aguilar transforma esa carga mítica en música.

La obra se desplegó como una travesía. Todo se sostuvo en una textura musical de gran colorido, donde los metales y la percusión sostenían un carácter épico y ceremonial. A ratos, parecía que la orquesta narraba una leyenda con cada golpe y cada entrada de los vientos.

 

LA MISIÓN DE LA MÚSICA

 “La música no debe quedarse solo en los atriles. Tiene que ir más allá”, afirmó el maestro Gerardo Reyes Velázquez, director venezolano radicado en México y uno de los pilares de esta iniciativa, que reunió a niños y jóvenes de Huichapan, Tecozautla y Tepeji del Río en una orquesta juvenil que viajó a Camagüey para compartir humanidad.

 Reyes Velázquez destaca la misión de la música más allá de lo estético: “No es un tema que atañe a una persona, a un municipio, a un pueblo, sino a un mundo total”. En ese sentido, resaltó la verdadera riqueza de este encuentro en el intercambio humano. “Ha sido una experiencia cálida, linda, noble.”

 Los jóvenes no solo compartieron ensayos y partituras, sino también clases magistrales y saberes, guiados por los experimentados músicos de la Sinfónica de Camagüey: “Siempre podemos aprender algo de nuestros semejantes, y qué más que de músicos extraordinarios como los de esta orquesta. El nivel de ejecución es altísimo, es algo bárbaro de verdad.”

 Camagüey se ha convertido en un hogar simbólico para estos músicos visitantes. “Nunca había estado en Cuba, pero me siento como en casa”, dice el maestro venezolano. Su emoción y gratitud son palpables: “Espero que esta sea la primera de muchas actividades que podamos hacer en conjunto y que se puedan realizar en un futuro cercano.”

 LA ÉPICA EXPANDIDA

 Después de La musa de Huasca, la épica se desbordó con la Obertura 1812 de Tchaikovsky, una pieza desafiante incluso para orquestas netamente profesionales, que fue ejecutada con pasión, a pesar del calor, el cansancio y el esfuerzo ya sostenido por más de una hora de música.

 Y cuando la tarde parecía pedir alivio, llegó el Mambo de Pérez Prado, dirigido por el maestro Eduardo Campos, quien, además de batuta, propuso alegría: la orquesta se levantó por secciones, moviéndose al ritmo, contagiando al público. Fue el momento más festivo, casi cinematográfico, de ese atardecer. Otro desahogo colectivo, en el que la música cubana encontró su sitio más natural.

 Finalmente, Reyes Velázquez retomó la batuta para cerrar el programa con el Danzón n.º 2 de Arturo Márquez, una mezcla de elegancia y fuerza que ha convertido la obra en un himno latinoamericano. Esta pieza, por sí sola, ya es símbolo de la hermandad sonora entre Cuba y México.

 Antes de los compases finales, la delegación visitante fue reconocida con pequeños tinajones de cerámica, un detalle lleno de identidad camagüeyana. Nombre a nombre, los niños, jóvenes y maestros recibieron un símbolo tangible de una vivencia inmensa. El gesto, sencillo y hermoso, encapsuló el espíritu del proyecto: compartir, sembrar vínculos, celebrar la música como lenguaje común.

Por la parte camagüeyana, Eduardo Campos recordó al oboísta Jorge Rivero Tirado, quien fuera director titular de la Sinfónica de Camagüey, incluso residiendo en México, y en él identificó la semilla de este encuentro de Orquestas Unidas por la Paz en nuestra urbe.

Y es que fue un concierto admirable. No solo por su altísimo nivel musical, sino porque resistió al clima, al apagón, al mal dormir, al cansancio. Los músicos adultos lo hicieron con la templanza de la academia, pero los niños, los adolescentes —mexicanos y también un adolescente venezolano— lo hicieron con una entrega que conmueve. Con profesionalismo, atentos a cada indicación, honrando el repertorio. Fue, en toda su dimensión, un acto de amor.