CAMAGÜEY.- No estuve en La Habana cuando se inauguró la Feria Internacional de Artesanía Fiart 2025, donde se anunció el Premio Por la Obra de la Vida otorgado por el Fondo Cubano de Bienes Culturales (FCBC). Pero esa distancia me permitió mirar hacia otra escena igual de elocuente: la Plaza del Carmen de Camagüey, hoy despojada de plantas ornamentales, sin un solo jardín que alivie la vista, sostenida únicamente por las esculturas de Martha Jiménez.

En medio de esa desnudez urbana, es su obra —y solo su obra— la que sigue embelleciendo el espacio. Su conjunto escultórico, Premio Unesco desde 1997, rescata una plaza que, sin sus figuras, se desmoronaría en silencio.

Quizá por eso me resulta tan simbólica la visita sorpresiva que recibió Martha en su casa, cuando representantes del FCBC de Camagüey le dieron la noticia del Premio. Es la empresa que comercializa su trabajo, la que ha visto cómo sus piezas se venden y viajan, la que conoce de primera mano el valor real —económico, cultural y humano— de lo que ella produce.

En el reporte de la ceremonia de premiación, leo una lista de ocho personas reconocidas. Del total, solo dos mujeres. El dato duele, porque revela un problema antiguo: a las creadoras les cuesta más ser vistas, legitimadas, nombradas. El premio a Martha es un homenaje merecido, sí, pero también una luz que apunta hacia la sombra persistente en nuestro campo cultural.

Lo dijo Eusebio Leal: la historia del arte le debe a las mujeres un reconocimiento sistemático, profundo, y el discurso de Martha —firme, auténtico, provocador cuando es necesario— forma parte de esa deuda saldada solo a medias.

Martha, sin embargo, siempre se abrió paso con barro entre las manos y rebeldía en la mirada. “Como mujer he sido rebelde. Trabajo el hombre, pero lo hago chiquitico”, confesó una vez con humor de hierro. Y ese gesto—aplastar simbólicamente lo que históricamente la aplastó a ella— ha atravesado toda su poética.

Por eso su Plaza del Carmen no es un conjunto escultórico: es un manifiesto social. Son vecinas en conversación eterna, un aguador que vuelve a recordarnos la dignidad de lo cotidiano, personajes que convierten la vida popular en monumento.

Y esa idea se conecta con su trayectoria internacional: París la celebró cuando ella no esperaba aplausos; Turquía y España la aclamaron con premios que también regresaron a Camagüey como semillas fértiles. Ella, sin alardes, siempre ha dicho que vuelve al barro de su ciudad porque allí aprendió todo con Miguel Báez, el maestro alfarero. Esa fidelidad también habla de una ética.

Durante años habló poco con palabras. Pero en tiempos recientes, Martha ha encontrado una voz que se parece a su obra: firme, honesta, luminosa. Ha contado anécdotas, dudas, alegrías, viajes, la sorpresa de premios que la tomaban desprevenida, el amor por los jóvenes y por los niños, la certeza de que la familia es la verdadera felicidad.

Habló incluso de la escultura Contra viento y marea, ese triciclo que impulsa hacia adelante, como si ella misma se hubiera montado ahí para seguir empujando el mundo desde La Habana.

A los 77 años, recibir el Premio por la Obra de la Vida no es un cierre: es un espejo donde un país se ve reflejado. Se destaca a una artista que produce, vende y sostiene su propia economía creativa; a una mujer que ha puesto a Camagüey en la cartografía sensorial del mundo; a la que convierte lo popular en belleza perdurable y lo femenino en poder simbólico.

Por eso miro la Plaza del Carmen, desnuda, despojada de jardinería, y veo con nitidez la metáfora: cuando todo lo demás se cae, queda su obra levantando la ciudad. Queda Martha en el centro, como una raíz.

Mientras prepara un nuevo viaje, pienso en aquel golpe a la puerta que le anunció el premio. Y creo que, más que una noticia, la vida, al fin, la está premiando en el lugar que siempre sostuvo con sus manos.