En Alcalá de Henares, en un banco donde descansan Don Quijote y Sancho Panza, me senté. Al centro del banco, entre esos dos fantasmas de bronce, me incliné hacia Sancho y le susurré algo al oído. Fue un secreto, una confesión, un chisme si se quiere. La foto inmortalizó la escena: la boca cerca del oído del escudero y la mano en alto del caballero andante, como si regañara la tentación de la habladuría o el exceso de cercanía con la vida real. La ficción, al parecer, no tolera interrupciones.