CAMAGÜEY.- Le sobran años y le faltan fuerzas. Las canas son tan abundantes como los miedos. Ayer quiso agacharse a recoger el jarrito plástico que se le cayó y los huesos crujieron, como cruje la madera podrida. En el espejo parece que vive otro, el de hace 30 años, el que todavía podía cargar los mandados y el agua cuando se rompía la turbina.
Pero ese ya no es, ahora camina y come despacito y hasta el sexo es diferente. Ahora el reloj es más rápido y lo presiona cada día. Ahora el calendario grita y le da sus crueles ultimátums. Ahora qué más le queda, sino ser feliz. Ya no le pesan las palabras, hace rato aprendió que hay que decir lo que se piensa y pensar lo que se dice. Ya no lo lastiman los dardos de las personas: los insultos. Ya ni le preocupan lo que piensen otros.
Se sienta en la cama y se acuerda de aquellos días grises, cuando le gritaron "maricón", cuando le dijeron apátrida y él callado, con todos sus miedos y amores habitándole el alma. Y allí estaba ese amor por Cuba, allí donde nadie podía mirar. Pero no hubo rencores ni despedidas, él se quedó y no dijo nada, ni siquiera cuando aquella madre apartó a su niña porque él le alcanzó la pelota del patio.
Las lágrimas no llegan al final del rostro tan fácil, tienen que tropezar con tantas arrugas y fortalezas, que ya no llora. Ahora aquella niña es la muchacha que amablemente le trae todos los meses las jabitas con la cuota.
Más de 90 años carga en las espaldas, más de doce sueños por cumplir todavía y un dolor en la rodilla derecha que no lo deja dormir en las noches. Le gusta ver la pelota, escuchar la radio y jugar dominó. Aunque ya casi ni ve, conserva algunas manías.
No sabe cocinar sin echar más sal que frijoles, por eso la hipertensión lo acompaña. En los 90's tiró contra la línea del tren la figura de Santa Bárbara de su mamá y a la semana la buscó pero ya no estaba. Compró una nueva más tarde, aunque ya la fe la tiene más deteriorada, tal vez por los años que lleva remando solo contra pronósticos y malestares.
Qué suerte que al agacharse a recoger el jarrito plástico, otros huesos crujieron igual para ayudarlo. Qué dicha que alguien comparte con él sus miedos y enfermedades. Qué bueno que no duerme solo y que el frío es ajeno a su cama.
Pero el almanaque sigue gritando y quizás no le dé tiempo a tantas cosas: a cocinar con la dosis correcta de sal, a volver al estadio, a mirar la novela por las noches sin quedarse roncando en el balance, a estudiar el inglés que nunca soportó o a tener una boda bonita, como las de las películas.
Le acaricia la barba mientras se retuerce en la cama por el desvelo, le da las gracias en su pensamiento por rescatarlo de los rencores y de los odios, por ayudarlo a ser feliz con poquito, con amor. A lo mejor mañana los ojos ya no le abren porque el exceso de sal habrá hecho su trabajo. Entonces reza a la Santa Bárbara de su madre, ninguna está, pero están. Luego ruega a la muerte un poquito más de tiempo para cumplir la lista de metas, para dar un abrazo más, para casarse, para jugar, para soñar... Al final, ya casi al dormir, piensa en la vida y le agradece que su amor siga intacto y joven, que su amor no sea madera podrida como sus huesos.