CAMAGÜEY.- Me dice una profe que vivir es un acto de inteligencia... y de sufrimiento, y que sin historias tal acto no existe, es una ilusión.
De su reflexión saco una suma simple; a mí, alumna de magnitudes en los “cálculos” de la vida, me da un único resultado, una medida; pero también muchas combinaciones de resolución, muchos despejes.
Desde el jabón de sosa cáustica que lavó mis primeros deslaves, y que me baña hoy a través del cuento recurrente, envuelto en celofán de sana ufanía y no de lamento; desde la bravura de esas manos, las más sólidas para mi peso: las de mi “mita”.
Porque aunque seamos polos iguales y en ocasiones casi siempre nos repelemos, me sostiene tanta cosa igual: el tono de voz, el sentimentalismo genético, el carácter, los gustos, las manías...
Con el aumento de lumbre que hallo en la vocación por la aventura de mi “pito”: él, que explora todos los caminos imposibles si desde alguno nos asegura la vida. Esa es su gracia divina. Y él, mi equilibrio.
En los pasos del querer fiero que hace doce años me empozó para siempre mi hermana-hija; en el enjuague de sus primeros pañales, el resguardo de su ombligo, el diente de leche, en el (re)hacer de las tareas que fino me tocan”, en las cartas de perdón luego de alguna pelea que me vuelven la destinataria más expectante, en su “te quiero como el universo”, en la confirmación de que no hay grieta ni fatiga imperecedera que me dan sus lágrimas cuando aparecen las mías.
A través de la “cuenta” de los berrinches de “tati” porque no aparezco por su chat o su correo. Él, que no puede sumarme más cariño porque el mío es total, porque ni los mares de por medio han podido enfriarme la luminosa conexión de hermano mayor; él sigue siendo mi mosquetero.
Con el reclamo visceral de Abraham para arroparme el pelo “largo” y el murmullo luminoso de su tía; en la contienda por proclamarme como su princesa ante todo posible adversario.
Con las “adiciones” de la piña de ratón que abuelo Manolín cargaba en el cajón de la bicicleta para curarme los parásitos; o las del “dinerito” para arreglarme el pelo que el otro abuelo, que estuvo más tiempo, me regalaba cuando escuchaba el teque. A ambos, a Manolín y a Uva, los “aumento” en el embolse de herencias mucho más contables.
En todas las ganancias que significa la familia otra que una escoja. Una, con la capacidad para presagiarme la vida y estar a cada paso; y soplarme lejos los desganos e inventariarme hasta con título de adopción. Otra, que me perdona todos los esquives y me encuentra hasta en Marte, y me arranca la promesa de que seré siempre feliz, y las disculpas continuas ante el cepillo de dientes o la toalla perdidos en la cama destendida a deshora. Aquella que ya casi nunca veo, pero que hasta desde Venezuela me sigue recordando que esta es una amistad que creció hasta hoy con la palpitante marca de mocos y muñecas de círculo infantil, que sigue siendo la Nana de cientos y yo su “Machuchi”.
Desde el complemento que supone una firma y una condición civil. Y “verlas” juntas llegar a casa, luego del trabajo y ya entrada la medianoche, con una caja con pollos para alimentarnos el mes; unos espaguetis calientes para calmar las tripas “cuadradas” que acaba de despertar; una sonrisa, con toda la plenitud que no han podido robarle al “firmador” las 16 horas de espalda y manos hechas un nudo; y una rosa roja para despejar(nos) todas las noches y oscuridades que esta vida nos quiera conceder; ah, y un “te amo mucho tata”.
¿Se podrá ser más feliz?, le he preguntado, y él asegura que en unos pocos meses-semanas no habrán termómetros precisos para “medirnos” la dicha. Yo te amo más, le he contestado... Así, de demencial y tibia puede ser una medianoche: unas sábanas reclamando huesos (o al revés); unos pollos buscando acomodo torpe en el refrigerador; y una flor, una flor dentro de un vaso con agua que es mi mejor definición de la ternura, si me la pidieran.
Con el despeje-atasque que es el susto desbordante cuando tardan en aparecer las pataditas en mi vientre. Porque ese no es nunca el efecto del “perjuicio”, y parece que con estos estrenos una se empieza a enamorar de los alivios que son algunos dolores. Porque más allá de las libras en la ropa descubro otro ensanche: ahí, en ese globo de panza que ya no se deja esconder, me van creciendo las proporciones.
Vivir es un acto de inteligencia... y de sufrimiento, y sin historias tal acto no existe, es una ilusión. A esa combustión inevitable así le hago los cálculos, le despejo las variables, y llego a mis dimensiones. Así siento-vivo la consecuencia vital del amor.