CAMAGÜEY.-Las cartas son como la entrada a un paisaje de anhelos, inquietudes y respuestas. Comunican la cotidianidad, las simplezas e intimidades más sorprendentes. Algunas misivas transciende por su romanticismo, como las de Bolívar a su esposa María Teresa, otras fraternales, a las maneras de Van Gogh con su hermano Theo o las de nuestro Héroe Nacional a Manuel Mercado. En las de Eduardo Agramonte Piña descubrimos la naturaleza de un patriota enamorado y los sacrificios de un hombre de la Guerra Grande.
En las disímiles cartas a la entrañable mujer de su vida, Matilde Simoni Argilagos, hermana de la célebre Amalia, brota la ternura por las letras:
“(…) Excuso decirte que tu imagen no se separa un momento de mí, que te idolatro con toda la fuerza de que soy capaz, vida mía (…)”. Este médico cirujano y músico del Ejército Libertador, versado en el toque de la corneta, había acompañado a su primo Ignacio Agramonte a defender los conceptos de libertad propugnados el 10 de octubre de 1868, en la finca Demajagua.
Al igual que El Mayor, Eduardo iniciaba el epistolario dedicado a su enamorada con un saludo que resumía todo el cariño: “Mi idolatrada”. Y explica a Matildita el porqué de su partida a la contienda: “(…) Tú comprendes, vida mía que entre dos caminos de los cuales uno brindaba la felicidad doméstica con la deshonra y el otro los trabajos de una campaña con los peligros, en cumplimiento del deber, la elección no podía ser de dudar (...)”
Se aprecia en otro momento su convicción de que la metrópoli “(…) no nos concede sino alguno que otro paliativo para endulzarnos la boca, y de ningún modo identidad de gobierno con el suyo. Y me apoyo en que planteado aquí aquel sistema, para hacernos independientes no tendremos más que quitar hondura y poner la otra (...)”. Por tal motivo, el cuatro de noviembre de 1868, enjaezó su caballo y marchó hasta Las Clavellinas, para confirmar su apoyo a la naciente revolución.
Entre las filas insurrectas se destacó al frente del Cuarto Pelotón y fue en el Combate de Bonilla cuando tuvo su primer encuentro con el enemigo. “(...) No temas alma mía que yo procuraré conservarme para ti y nuestro hijito. ¡Alma mía! Cuántas ganas tengo de verlo. Dámele un millón de besos (...)”, redactaba Eduardo, quien sabía que a la vuelta de la esquina la muerte esperaba, impiadosa, con la guadaña alzada. En su bautismo de fuego experimentó ese miedo al recibir un disparo, por fortuna en la pierna.
Insiste el buen esposo de Matilda en no preocuparse. Le confiesa:
“(...) nadie más que yo desea volver a su idolatrada familia pero honrado y digno, y haré cuanto pueda por conseguirlo pronto (…)”. Reflexiona en el deber de un buen cubano, de un buen camagüeyano, en el contexto de la lucha por la soberanía. “(…) ¿Permaneceríamos inactivos? Tú ves que eso sería cuanto ridículo puede ser, y no seríamos solo nosotros los deshonrados, sino nuestro Camagüey que tan alto ha llevado siempre la bandera del progreso y la libertad (…)”.
Esos textos son espacios donde ambos se abrazaron a través de las letras, se dieron aliento para recuperar fuerzas y construyeron un resquicio de luz entre una marea de sacrificios. Así, por ejemplo, Eduardo le revela su tranquilidad a Matilda, al saber que su suegro no está enojado con él por seguir las ideas libertarias “(…) Para mí ha sido eso un bálsamo (...) tan grande que desde el momento en que me abrazó estrechamente creí que me quitaba de encima el peso más enorme (...)”.
Resultaba una preocupación muy grande, para José Ramón Simoni, que sus dos yernos marcharan a la manigua a guerrear contra la metrópoli. Esa acción repercutiría en su familia y su reputación como una de las más poderosas económicamente en la región. Sin embargo, el padre de familia entendió que el precio de la búsqueda de la independencia era muy costoso y “erizado de espinas y escollos”, como apuntara en una de sus misivas, Eduardo, quien no desperdició un minuto de vida mientras cumplía con la Patria, y contribuyó a sus huestes con la compilación Memorándum sobre el arte de la guerra, relacionada con los saberes sobre el arte militar.
Un ocho de marzo de 1872, el Coronel, Agramonte Piña se encontraba en plena brega, en el combate de San José del Chorrillo. Mientras protegía la retirada de sus compañeros, la bala funesta y maldita del adversario alcanzó su corazón, ese, que palpitaba diariamente por Matildita, ese que entre cada sístole y diástole, se alegraba cuando la mano escribía sobre la libertad, ese que late sobre el nuestro cada vez que nuestros ojos repasan su obra, sus cartas.