CAMAGÜEY.- Comencé a escucharlas, apenas perceptibles, como si procedieran del más allá, y poco a poco se fueron haciéndome nítidas: eran las llamadas de la salvación.

Entonces tenía 16 años y los avisos, en la zona de la Sierra Maestra, correspondiente a la hoy provincia de Granma, sazonaban mi nueva aventura: la espeleología y la arqueología.

Transcurría el primer semestre de 1967 y varios miembros del Grupo Espeleológico Eduardo Alfredo Martel, fundado y dirigido por Eduardo Labrada, nos enrolamos con especialistas de la Academia de Ciencias de Cuba en la mayor exploración a cueva Jíbara, la más profunda reportada en esa época en América, con unos 260 metros de declive escalonado.

Los camagüeyanos, en mayoría adolescentes, teníamos la sensación desmesurada y nos parecía que íbamos al centro de la Tierra.

Nos alojamos en la vivienda de un cafetal en Rihíto Matías y en las proximidades instalamos un observatorio de meteorología.

La penetración en la oquedad, toda recorrida por el arroyo La Papelera, fue tortuosa.

Participé en la construcción de un puente —con madera conducida a lomo de mulo— sobre el primer lago, de aguas muy frías, con el líquido al pecho, y descendimos con escalas de helicóptero por la primera cascada, de 41 metros de profundidad (más que la altura del edificio Lugareño), cruzamos otros seis saltos de agua, mucho menores, y empleamos horas de lenta marcha subterránea, con el cerco del frío, la humedad y el cansancio.

Fue un éxito, lo cual reportó beneficios como un nuevo mapa de la cueva.

La corriente de agua se filtra por una pared de rocas fracturadas al final del recorrido, y no se sabía cuál era su otro curso.

Había que ponerle el cascabel al gato. Yo era el de menor índice de estatura y peso. Comencé a adentrarme en Abra Grande.

Me ataron una soga relativamente delgada bajo las axilas y empecé a deslizarme por el acceso hasta llegar a una ampliación, de forma casi circular, y de varios metros de profundidad, con las paredes casi lisas.

Comprobado que en el piso solo había tierra muy húmeda, y dado el aviso correspondiente para finalizar la exploración, no hubo forma de suspenderme, pues la cuerda estaba trabada entre las rocas de las curvas de la galería.

Intenté ascender agarrándome a la soga, en el aire, pues no tenía irregularidades en la pared para apoyar los pies, pero no pude salir del pozo.

En las inmediaciones solo había un pequeño grupo de los expedicionarios, y con el propósito de poderme extraer alguien fue en busca de unos campesinos.

Todo demoraba mucho y temí dos riesgos fundados: el agotamiento de la batería de la linterna redonda ajustada en la frente con una cinta de caucho, y ser víctima de la desesperación.

El antídoto fue apagar el foco, y recostarme a la pared de aquel antro, sentado sobre una superficie fangosa. Me quedé dormido y así estuve un tiempo prologado. No recuerdo haber soñado nada y disfruté como un oso en hibernación.

Me despertaron las llamadas de Eduardo Labrada, quien caminó por la galería hasta el borde del precipicio, y estaba muy preocupado por mi silencio.

Al fin pudieron halarme y salí a la superficie, en medio de las exclamaciones de asombro al conocer mis declaraciones de aquel sueño en la oscuridad y en el fondo de la furnia.

Parece que ese día nos habían echado un bilongo, y mientras descendíamos por la ladera de la loma, a causa de un resbalón, Labrada se lesionó una pierna y fue necesario bajarlo en una parihuela improvisada.

Creo que me convertí en el más famoso de la expedición.

Aún conservo aquella linterna y los recuerdos imborrables del día en que tuve el sueño más increíble de mis 71 años de vida.