CAMAGÜEY.- Hace unos días me invitaron a un espacio para hablar sobre lo que significa pensar la cultura en tiempos virales. Era una mañana de calor y conexión inestable, pero el salón estaba lleno de jóvenes. Entre ellos, estudiantes de arte y de comunicación. En un momento, una de ellas levantó la mano y dijo algo que me atravesó. Lo resumo con mis palabras, al enfatizar que no sirve de nada quedarnos de brazos cruzados.

“No podemos dejar de hacer”, enfatizó para luego preguntar: ¿pero cómo pedirle energía a un joven si las generaciones anteriores parecen rendidas? Si los adultos que nos enseñan se dejan vencer por la rutina, la desidia o las circunstancias.

Hubo un silencio, y luego un aplauso largo. Hablaba desde la urgencia, no desde la queja. En su voz había agotamiento y esperanza mezclados. A partir de ahí, la conversación derivó hacia la inteligencia emocional —ese terreno que, como dije entonces, no hemos aprendido del todo a cultivar en Cuba—. Suelo repetirme una frase que he visto en alguna de esas postales alentadoras que circulan por las redes: “Si la mente es el lugar donde vivimos todos los días, hay que convertirla en un lugar amable para habitar.”

Tal vez por eso, cuando una amiga me sugirió La campana de cristal, la novela de la estadounidense Sylvia Plath (1932-1963), supe que era el momento justo para leerla. Llevaba semanas en ese estado intermedio donde la lectura se resiste: uno quiere, pero la vida no da tregua. Los días en Camagüey se parecen unos a otros —colas, calor, apagones, cansancio, conversaciones que se diluyen—. Aun así, sigo leyendo, quizá por necesidad más que por disciplina. Y entre mis manos, esa novela de otra época, escrita por una mujer de otro país, vino a hablarme con una cercanía inesperada.

Sylvia Plath publicó La campana de cristal en 1963, poco antes de morir. Su protagonista, Esther Greenwood, es una joven brillante de diecinueve años que viaja a Nueva York tras ganar una beca en una revista de moda. Pero el brillo se apaga pronto: las expectativas sociales, la exigencia de perfección, la sensación de estar fuera de lugar la hunden en una depresión profunda. La “campana de cristal” del título se convierte en una metáfora del encierro mental, de la vida que se vive como si faltara el aire.

Mientras leía, pensaba en aquella muchacha del encuentro, en su llamado a no quedarse quietos, y en tantas otras que en Cuba tratan de hacer, de crear, de resistir. La novela de Plath no habla de nuestro contexto político ni de nuestras precariedades materiales, pero sí de algo que compartimos: la sensación de encierro interior, de asfixia emocional. Esther se siente atrapada por las expectativas ajenas, por el mandato de ser “la chica perfecta”. Aquí, en nuestra realidad, la campana tiene otras formas: el cansancio, la incertidumbre, la falta de horizontes, el ruido constante de lo que no cambia.

Hay algo universal en esa imagen del vidrio que separa. En Cuba, en 2025, muchos viven bajo su propia campana: los que no pueden migrar y los que ya no quieren partir, los que callan para sobrevivir, los que siguen soñando en voz baja. La campana no siempre es una institución psiquiátrica —como en la novela—; a veces es una isla que respira con dificultad.

En la historia, hay un momento en que Esther comprende que el mundo que le habían prometido —esa idea de triunfo personal, de amor correspondido, de reconocimiento profesional— era una farsa construida sobre moldes ajenos. Descubre que el brillo que la rodeaba en Nueva York era apenas una capa de barniz, y que detrás de la sonrisa de los hombres poderosos o del consejo condescendiente de las mujeres que ya “sabían su lugar” se escondía una red de engaños. Ese despertar —doloroso, desolador— marca su caída, pero también su lucidez: ver el engaño es empezar a liberarse de él.

Pienso en eso cuando observo a muchas mujeres cubanas. Herederas de un relato donde se les ha dicho que son el sostén del hogar, la patria, la familia, la esperanza… pero pocas veces se les ha permitido simplemente ser. A menudo cargan con el peso de las expectativas colectivas y la doble moral: deben ser fuertes pero dulces, sacrificadas pero optimistas, creativas pero discretas. En ese equilibrio imposible, muchas sentimos lo mismo que Esther: el engaño de una libertad prometida que aún no llega del todo.

El espejismo del “todo va a mejorar” se parece al del “todo está bien” que rodeaba a Esther. Pero las mujeres —allá y aquí— aprenden a mirar con otros ojos, a desenmascarar las ficciones del deber ser. Quizás en eso consista la verdadera inteligencia emocional que nos falta: no en ocultar el malestar, sino en reconocerlo sin culpa, en decir en voz alta que también estamos cansadas, que también queremos respirar.

Lo más inquietante de Plath es que su escritura no busca consuelo. Es una voz lúcida que se atreve a nombrar el dolor con una frialdad casi quirúrgica. Y, sin embargo, hay en su mirada una ternura oculta, una necesidad de que la palabra sane. Por eso su lectura hoy no es solo literaria: es también un acto de cuidado.

En uno de los pasajes más memorables de la novela, Esther imagina su vida como un árbol lleno de higos: “De cada rama, como un higo morado y delicioso, colgaba un futuro maravilloso: un marido feliz y una casa llena de hijos, una carrera brillante, una vida de viajes, de escritura, de libertad... Pero mientras dudaba, los higos comenzaron a arrugarse, a pudrirse, y uno a uno fueron cayendo al suelo a mis pies.”

Esa imagen me persiguió durante días. Es una parábola sobre la parálisis del deseo, sobre lo que ocurre cuando todas las opciones parecen posibles y, al mismo tiempo, imposibles. Esther no elige porque teme perder lo demás. Y mientras piensa, el tiempo pasa, la vida se marchita. ¿No es esa también una sensación reconocible hoy?

Cada generación cubana ha tenido su propia campana de cristal: distinta en forma, pero parecida en su transparencia engañosa. Lo que cambia es la manera de romperla o, al menos, de agrietarla. En los años sesenta, la campana era la moral y el silencio; en los noventa, la supervivencia; hoy, quizá, el exceso de información y la fatiga emocional. Pero en todas persiste un mismo deseo: poder respirar. Por eso, Sylvia Plath sigue siendo necesaria. Cada generación necesita alguien que le diga que la lucidez no está reñida con la esperanza. Leer, crear, hablar es como abrir una rendija en el vidrio para que entre un poco de aire.