CAMAGÜEY.- Las piernas les responden más lento de lo normal, las nostalgias pesan y las canas cubren las cabezas inundadas de recuerdos. Mientras una observa la paz del parque, otro relata batallas. Casi todos se consuelan en los regresos, en las visitas, en las llamadas telefónicas y en las promesas. El Hogar de Ancianos, ubicado a un lado del parque Carlos J. Finlay, es un asilo de sueños, historias y esperanzas.
A Guillermo Palacios Álvarez, con 87 años, la vida le ha quitado tanto que no logra expresar palabras sin llorar: su pierna izquierda, su compañera, su casa... “Yo trabajaba en el campo y siempre estuve del lado de la decencia. Con mi difunta esposa me casé hace mucho tiempo, no sé el año exacto; pero luego me divorcié por rebeldía, porque ya no nos llevábamos bien, aunque vivimos mucho tiempo juntos, como compañeros.
“Cuando ella falleció, vino su hijo, con el que tuve problemas. Él me trajo para acá, y yo no quiero estar aquí, sino en mi casa, que está a mi nombre. Allí es mi espacio, mi lugar, no es justo que después de tantos años de trabajo y sacrificio, me dejen aquí como algo inservible, cuando puedo estar en mi hogar y tener un cuidador o cuidadora”.
El caso de Guillermo se encuentra en las manos de la Fiscalía y es atendido por las diferentes instancias judiciales, trabajo social y los directivos del Hogar de Ancianos.
“El nuevo Código de las Familias –reconoce- podría reforzar mis derechos, protegerme ante esta situación. Hace falta que se apruebe, porque yo quiero morir en mi casa”. El rostro se vuelve esperanzado, las manos se relajan, los ojos pierden arrugas solo de pensar en el retorno.
José Manuel Leyva Sanciprián es un señor de 84 años, educado, culto y con una visión crítica de la realidad. Gusta de conversar, como si hablando calmara todas las afecciones de su cuerpo y desahogara los pesos de su alma. Nació en un poblado de Holguín y se mudó a Camagüey en busca de un mejor lugar donde vivir: “Yo recuerdo el anuncio de una emisora antes del triunfo de la Revolución, que decía: ‘CMKF La Voz del Norte de Oriente, transmitiendo desde Holguín, la ciudad que, con más de 70 000 habitantes, solo tiene un camión para recoger la basura. ¿Hasta cuándo, señores gobernantes?’ Así era la situación precaria que vivíamos allá y vine entonces a Camagüey en busca de aventura, trabajo y un sitio para subsistir. Tuve que vencer muchos obstáculos, dormir en techos prestados y laborar donde pudiera, pero me quedé a vivir.
“En esta ciudad me casé dos veces, fui chofer de ómnibus y eduqué a mis tres hijas. Tengo otro hijo, pero está en Holguín. No hemos tenido suerte, ellas se casaron y viven en las casas de sus esposos, muy reducidas. A mí no me gusta molestar, ni dormir en una sala, ni ser una carga para nadie. Por eso, y como sé lo difícil que está la economía familiar, a veces prefiero visitar a mis hijas en su trabajo y no en la casa, para que eso no represente un gasto más. Aquí vivo, no como me gustaría, pero por decisión propia y creo que con todas las enfermedades que tengo, en este Hogar voy a morir”.
Casi todos hablan de la muerte en algún punto, la ven como algo cercano. Algunos se apuran para cumplir metas inconclusas, otros la esperan. Pero la ancianidad no es una carga, ni una molestia; su protección constituye una responsabilidad y de algún modo, una deuda.
El nuevo Código de las Familias, en el Título IX, Capítulo I, expresa los derechos de las personas adultas mayores; por ejemplo, a la dignidad en la vida familiar, a la autonomía e independencia, a elegir su lugar de residencia, a la inclusión y a un entorno accesible y seguro. Este Capítulo incluye también aspectos relacionados con su protección desde la familia y mediante las instituciones y la comunidad, de manera que todos seamos responsables del bienestar y el pleno desarrollo de ancianos y ancianas. La normativa los ampara ante cualquier manifestación de violencia en diferentes escenarios y contextos.
Fermín Soler Camejo, con 82 años, observa mediante los espejuelos con la claridad de las personas muy inteligentes. Él no habla de muerte, solo de esperanza, aunque carga con el dolor del fallecimiento de sus dos hijos, y más reciente, su esposa.
“Mi hija murió cuando mi nieto había cumplido seis años. Mi esposa y yo lo criamos y educamos, fuimos padres-abuelos para él. Hace unos cuantos años vivo en el Hogar, porque mi nieto viajó a cumplir misión internacionalista y aún no ha regresado. Aquí me tratan bien, pero espero no estar mucho más tiempo, porque mi nieto me va a venir a buscar. Él me lo prometió la última vez que vino: ‘abuelo, yo te voy a llevar conmigo cuando termine la misión’.
“Esa es mi única esperanza en la vida, que él me venga a buscar, sueño todos los días con eso. Yo los eduqué con tanto amor y tantos valores...”.
Para el final de estas líneas, las palabras de Fermín estaban cortadas.
Los sueños que habitan en un Hogar de ancianos y ancianas no son hojas secas que ya no valen la pena, sino ilusiones vivas, a las que cuidar y amar. Por sus cabellos blancos corren aspiraciones y por las venas hinchadas de sus piernas, transitan las esencias de lo que somos y queremos transformar.