CAMAGÜEY.- Hoy los invito a retornar en el tiempo, a la década del 1970, tome usted fuerte su mano con la mía y lleguemos a un día singular en nuestro natal Camagüey.

Volvamos al minuto en que Nicolás llegaba al aeropuerto Ignacio Agramonte otra vez, descendía del avión feliz. Tomaba los pasamanos de la escalerilla, para impulsarle mayor premura a sus piernas. Mientras yo lo miraba, el cabello cano parecía una bandera que ondeaba al viento. Se alisaba el pelo, en un acto reflejo y parecía buscar a alguien conocido con la vista.

Gracias a la complicidad de los custodios que me conocían, yo había salido a la pista y estaba parada justo al final de los escalones. Como Nicolás miraba hacia lo lejos, no me distinguió tan cerca. Lo sorprendió mi mano al tomar la suya, hizo un gesto inconsciente de sorpresa, me rechazó, pero al reconocerme, se aguantó de mi brazo con fuerza, y soltó una carcajada.

Guillén había llegado sorpresivamente a Camagüey, pero su esposa Rosa me había llamado horas antes, para contarme el «secreto». El poeta deseaba visitarme sin previo aviso nuestra ciudad natal. Ella no podía acompañarle y no quería que estuviera solo. Así que el saludo fue una broma:

—¿Tú qué haces por aquí? —me pregunta Nicolás al oído y yo, sin denunciar a Rosa, le digo:

—Trabajo, ¿y usted? ¿Pensaba encontrarse con otra persona aquí? —lo vi cómo miraba desde lejos.

―¿Celosa? — dijo riéndose.

—No lo soy, pero su llegada sin aviso me da mucho que pensar.

—Quería sorprenderte, ¿lo logré?

―Sí, ahora tenemos que usar el carro del periódico, porque no he podido alquilar para usted un carro apropiado. Además, yo debo asistir a una recepción cultural con el embajador de Rumania.

―¿Pero podemos comer juntos? —me pregunta, sin dudar mi respuesta positiva.

—Tal vez —le contesté con seriedad risueña y añado—: Sepa señor, que yo no lo tengo en mi agenda.

―¿Ni un rato juntos? —pregunta y me mira con picardía cómplice.

—Bueno, voy a llamar a la casa para que recojan a los niños del círculo y le avisen a Jesús, mi esposo. Vamos al Gran Hotel ¿le parece?

Nos reímos contentos de vernos otra vez. Sentía sus deseos de hacer travesuras. Y mi instinto me hablaba de algo mayor, en sus intenciones. Después de los trámites de rigor en el hotel previamente contactado por su secretaria Sara, fuimos al restaurante, la conversación fluyó como siempre. Me contó sobre sus tareas, sus viajes y sus proyectos. Entonces, alargó su mano y me entregó un manuscrito:

—Quiero que lo leas y me digas tu opinión.

—¿El poemario de los niños, del que me habló recientemente?

—Sí, pienso se llamará: “Por el Mar de las Antillas anda un barco de papel” .

Me percaté entonces de su intención. Su sorpresa era esa, precisamente. Habíamos hablado tanto por teléfono sobre la obra que quería enseñármela antes de publicarla. ¡Dios mío! ¿Yo, qué podía decirle? Temblaba de la emoción. ¿Cómo agradecerle aquella deferencia? Mis ojos se humedecieron de llanto y él se sonrió. Me tomó la mano por encima de la mesa y me la estrechó. Era como un beso, sus dedos, aunque fuertes, eran muy suaves al tacto. No sabía qué hacer, el llanto pugnaba por salir, pero como habíamos terminado de comer, tomé la decisión de marcharme. Argumenté que debía irme rápido, porque tenía que trabajar. Con palabras entrecortadas, todavía por el sentimiento íntimo y la sensación de su deseo de seguir unidos, le dije sin pensarlo mucho:

—¿Quiere ir conmigo?

—No, Margarita, sabes que no puedo hacerlo, por eso del protocolo, yo no estoy invitado y se vería mal llegar allí así, recuerda que ahora no es igual...

Era verdad, Guillén era, además del Poeta Nacional, miembro del Comité Central del Partido y Diputado a la Asamblea Nacional, su asistencia a cualquier acto tenía otra connotación, máxime en una actividad como aquella, con la presencia de un embajador extranjero. Las cuestiones de protocolo son así, ¿qué podíamos hacer? Me separé de él bastante apenada y su mirar también estaba triste.

La apertura de la exposición era muy cerca al Gran Hotel, en la Casa de la Cultura Ignacio Agramonte. Una vieja casona situada en la entonces calle de Estrada Palma, y la plaza de La Soledad, frente a la conocida por los camagüeyanos Pizzería del Gallo. Este lugar es muy céntrico, paso habitual de muchos hacia otras arterias de la antigua villa. En esa zona convergen las calles principales, de salida y entrada al corazón de Camagüey.

Las personas van y vienen por sus aceras, intercambiando el usual abur de saludo. Por tanto, no es raro, que un rato después de mi llegada, a la espera del comienzo del acto, viera la inconfundible cabellera cana acercarse al ventanal abierto del lugar. A la vista de los demás, pasó «sin querer» Nicolás Guillén por la acera. Bajo el asombro general el poeta dijo: «¡Abur!».

Todos salieron a saludar efusivamente al poeta. Los organizadores del acto y los dirigentes de la provincia quedaron asombrados de su visita a la ciudad. A nadie habían alertado de su llegada. Sin muchos preámbulos lo invitaron a participar, explicándole los pormenores de la actividad. En esos momentos descendía del automóvil oficial con su banderita rumana en la parte delantera, el embajador y su comitiva. Guillén entonces «no se pudo negar a entrar». Y tuvo que presidir la fiesta.

Por supuesto que yo lo saludé, sumándome al asombro general por su presencia. Durante el brindis hice un aparte con el agregado cultural y Guillén se acercó sonriendo. No quería que le quitara un extraño la supremacía conmigo —algo de eso dijo al visitante— y yo me quedé ruborizada, sin respuesta. La plática se alargó por un par de horas luego lo acompañé al hotel para que descansara del viaje con la promesa de vernos otra vez en breve.

De aquel día quedan como testigos las fotos, que hizo un fotorreportero del periódico Adelante, con nuestras caras de «pilluelos», donde tengo abrazado contra mi pecho el manuscrito de su libro Por el Mar de las Antillas... el poemario escrito por Guillén para niños mayores de edad, el cual ilustró el dibujante y cineasta Constante «Rapi» Diego, en su primera edición.

Gracias a los lectores de Adelante, por acompañarme a través de la magia del tiempo.