CAMAGÜEY.- En la madrugada, cuando el silencio parece apoderarse del centro histórico de Camagüey, una ráfaga de alas irrumpe en el aire y un sonido breve, repetitivo, lo llena todo: quere–queté, quere–queté. No lo veo, pero sé que está ahí. Desde hace días lo escucho. En el corazón mismo de la ciudad.
Es un sonido insistente, estrepitoso, que rompe la quietud y se cuela por las rendijas y patios interiores. Su nombre emula con su propio llamado y, hasta hace poco, era para mí solo un murmullo curioso entre tantas aves que habitan esta urbe patrimonial.
Hace días su canto se ha vuelto habitual, tanto en la madrugada como al caer la tarde. Me resulta intrigante que un ave así sobrevuele el corazón mismo de la ciudad, entre tejados centenarios y plazas de historia.
No sabía ponerle rostro a ese canto hasta que, en un grupo de observadores de aves cubanas, vi una fotografía. El autor, Yadiel Veunes Alonso, compartía imágenes de una de sus excursiones en Matanzas. Allí, en una zona de vaquerías, logró capturar en vuelo al querequeté: alas largas, cuerpo ágil, plumaje camuflado. Le escribí de inmediato. Quería saber más. ¿Qué hacía ese pájaro, que yo imaginaba de campo abierto, sobrevolando azoteas coloniales?
Me respondió con la naturalidad de quien ama lo que observa: “Ellos se alimentan al caer la tarde, de insectos en pleno vuelo. Y por lo que describes, están nidificando en alguna azotea. Deben estar alimentando pichones; tengo videos de eso en la madrugada”.
Yadiel no es biólogo, es un entusiasta. Ciencia ciudadana le llaman. Me contó más. Sacan los pichones en 14 a 18 días. Una escena casi invisible, ocurre sobre nuestras cabezas, mientras la ciudad continúa con su ritmo cotidiano sin imaginar la vida que se teje en lo alto.
Pensé en Yasit, compañera de preuniversitario, que estudió Biología en la Universidad de Oriente y pasaba jornadas completas en el monte, cuaderno en mano, dedicadas a observar aves. Me parecía una labor dura, de mucha paciencia y entrega, pero ahora comprendo mejor la importancia de ese trabajo silencioso y difícil de registrar, de dar testimonio de la vida que nos rodea.
También pensé en el Global Big Day, esa convocatoria mundial que nos invita, cada mayo, a dedicar al menos 10 minutos a mirar el cielo y contar quiénes lo habitan. Y pensé en lo poco que miramos.
Se dice que Cuba es un paraíso para los observadores de aves: más de 400 especies registradas, 28 son endémicas. Entre ellas, símbolos que todos conocemos de nombre —el tocororo, el zunzuncito— pero que pocos han visto realmente.
Incluso en un patio citadino como el mío se puede encontrar vida; al mediodía, un zunzún revolotea entre las plantas por brevísimo tiempo y sigue, mientras palomas y gorriones se posan en las matas de mango y aguacate de los vecinos.
Ver de verdad requiere tiempo, paciencia, y ese amor que se intuye en palabras como las de Yadiel: “Amo las aves, la verdad”.
El próximo 10 de mayo se celebrará el Global Big Day 2025 en Cuba, una invitación a dedicar al menos diez minutos a la observación de aves y a compartir lo encontrado en la plataforma eBird. Este evento es organizado por el Laboratorio de Ornitología de Cornell y esa plataforma. Y es una manera de sumarnos, desde donde estemos, a la celebración de la biodiversidad.
El querequeté no termina su viaje aquí: luego de la nidificación parte al norte, por ese corredor biológico impresionante que es Cuba para tantas especies migratorias.
Ojalá el sábado, mientras Camagüey despierta o se despide del sol, vuelva a escuchar ese canto peculiar que sobrevuela este centro histórico, Patrimonio de la Humanidad; un canto para recordarnos que incluso entre piedras centenarias, la naturaleza sigue encontrando un lugar para anidar y cantar.
Porque, cada vez que escucho al querequeté, cierro los ojos y lo imagino como en la foto: recortado contra el cielo, dueño de la noche o de la tarde y del patrimonio. Un visitante que en un momento especial del año para él se nos vuelve un vecino.