Los sicarios batistianos llamaron “Regalo de Navidad” a la masacre perpetrada por ellos del 23 al 26 de diciembre de 1956, con la cual segaron de manera bárbara la vida de 23 jóvenes de localidades pertenecientes hoy a las provincias de Las Tunas y Holguín, la mayoría integrantes del Movimiento Revolucionario 26 de Julio, que contaba con células muy activas en el norte de Oriente.

Duro fue el golpe al corazón de los hijos de esta tierra, pero la criminal operación que el pueblo grabó por siempre en su memoria como “Pascuas sangrientas” no detuvo siquiera un momento la lucha reverdecida, apenas pocos días antes, con la llegada del yate Granma y los 82 expedicionarios encabezados por Fidel Castro a la costa suroriental de la Isla.

Tampoco la barbarie desatada por cuatro días pudo impedir que el joven Rafael Fausto Orejón Foment, quien luego resultara uno de los primeros masacrados, llegara a Holguín procedente de Santiago de Cuba, con la buena nueva de que Fidel estaba vivo y ya reorganizaba el primer ejército de la Revolución desde las montañas de la Sierra Maestra.

Esos jóvenes cubanos sí estaban con el espíritu de pascuas verdaderamente, danzante y alegre, según la acepción etimológica y más noble de esa palabra.

Orejón Forment, natural de Guantánamo, tenía solo 20 años y era Jefe de Acción y Sabotaje del Movimiento 26 de Julio (M-26-7) en Nicaro, cuando fue ultimado el 23, día en que comenzó la furia.

Su caída no fue en vano, como la del resto de sus compañeros inmolados ante el altar de la Patria en aquellas, quizás las Navidades más tristes que Cuba haya vivido.

Las hienas ejecutantes de las órdenes de Fulgencio Batista no se detuvieron.

A esta masacre inicial le siguió una ola de persecución policial, allanamientos brutales, torturas y crímenes salvajes hasta el 26, desatada con violencia maníaca, que para su descripción no existen palabras adecuadas. Se sabe que las víctimas pertenecían a núcleos de la organización revolucionaria con accionar en Sagua de Tánamo, Mayarí, Nicaro, Antilla, Banes, Holguín, Gibara, Las Tunas y Puerto Padre.

Los esbirros batistianos, además, ultimaron a destacados dirigentes del Partido Socialista Popular, trabajadores y líderes sindicales, como Pedro Díaz Coello, jefe del M-26-7 en los dominios holguineros.

Realmente el gobierno del usurpador presidente intentaba detener mediante el terror el incremento de la actividad revolucionaria que se registraba en aquella región, donde, aunque más alejada de la Maestra y de la indómita Santiago de Cuba, se manifestaba mediante la circulación de propaganda impresa, ya sea en volantes o proclamas, el estallido de petardos, banderas del Movimiento y pintadas en los muros callejeros contra el régimen, así como en letreros, en los que había arengas y denuncias abiertas contra la dictadura.

Por otro lado, aumentaban las manifestaciones, huelgas y mítines, a un nivel tal que el tirano creyó necesario desatar el terror, como método disuasivo.

Curiosamente, aquello ocurrió sin que el gobierno del vecino norteño se diera por enterado. Qué extraño, tan preocupado siempre y hoy más que nunca por los derechos cívicos y ciudadanos, ahora llamados humanos en una interpretación manipulada.

Más bien, hicieron lo contrario, seguir su política de respaldar con todo y en todo al tirano Batista, su “hombre fuerte” en la isla antillana.

Los perpetradores del macabro “Regalo de Navidad” no encarcelaron ni juzgaron a nadie, como mandaba la ultrajada Constitución del 40, suspendida convenientemente por el sátrapa presidente. El saldo debía ser sangre y muerte, que en su mente concibieron como un escarmiento eficaz.

Y aunque el golpe fue brutal para el alma ciudadana, el M-26-7 y el Partido Socialista Popular, la Revolución se armaba, reconstruía y crecía desde la serranía oriental y los combativos escenarios de la lucha en ciudades, pueblos, bateyes, en las universidades, y hasta en segmentos honrados de la marina, como ocurrió en Cienfuegos. En todas partes. Y fue imparable.

No solo los familiares, amigos y descendientes recuerdan en el presente a los jóvenes arrancados de cuajo de la vida en las fatídicas Pascuas Sangrientas. Sus nombres laten e inspiran en escuelas, centros laborales, en sitios útiles y de servicio humanista y en la memoria que se niega al olvido, como deber elemental.

Y ello ha sido posible porque desde mediados de 1958, su lucha y la de sus hermanos permitió comenzar la ofensiva final rebelde que haría justicia por los vivos y los muertos de la Patria y “de mi felicidad”, como reza la estremecedora canción de Silvio.