CAMAGÜEY.- Alegría de Pío pudiera considerarse como sinónimo de una experiencia amarga, de un golpe al corazón de la inexperta tropa rebelde, el cinco de diciembre de 1956. Sin embargo, los tropiezos enseñan y la aparente derrota, definitiva, no se consumó. Los 82 rebeldes que juraron terminar el proceso libertario, iniciado por los mambises, soportaron la cruz de la lucha desigual hasta el contraataque que sacudió los cimientos de la misma tiranía.
Después del tortuoso trayecto del Granma, desde el puerto de Tuxpan, México,hasta el desembarco en el manglar Los Cayuelos, a par de kilómetros de Playa las Coloradas, el cansancio de los expedicionarios era inmenso. Aún así no había espacio para el reposo. Saltaron del navío hasta el pantano que los sumergió hasta más arriba de la cintura.
Según cuenta el guerrillero heroico, Ernesto Guevara de la Serna, en Pasajes de la Guerra Revolucionaria, la mayoría de los combatientes perdieron la mayoría de su equipo al andar “durante interminables horas por ciénagas de agua de mar con botas nuevas. Esto había provocado ulceraciones en los pies de casi toda la tropa. Pero no era nuestro único enemigo el calzado o las afecciones fúngicas (…) sin alimentos, con el barco en malas condiciones, casi todos estaban mareados por falta de costumbre al vaivén del mar (…) Todo esto había dejado sus huellas en la tropa integrada por bisoños que nunca habían entrado en combate”.
Luego de tres días de extenuante caminata, se adentraron en una colonia cañera, perteneciente a la compañía New Niquero Sugar Company, situada en un lugar conocido como Alegría de Pío. Un práctico de la zona, llamado Laureano Noa Yang, los había conducido hasta el momento por esos sitios inhóspitos. A la manera de Judas, el guía traicionó a los rebeldes al brindarle su ubicación al ejército batistiano.
“Al guía se le había dejado en libertad al llegar al punto de descanso, cometiendo un error que repetiríamos algunas veces durante la lucha, hasta aprender que los elementos de la población civil cuyos antecedentes se desconocen deben ser vigilados siempre que se está en zonas de peligro. No debimos permitirle irse a nuestro falso guía en aquellas circunstancias”, reflexionó el Che.
El exceso de confianza de los revolucionarios, en el terreno, era como una señal de humo para el enemigo. Los aviones sobrevolaban el cañaveral. Mientras los muchachos se alimentaban y cortaban trozos de caña, los pilotos confirmaban la posición de aquellos “incautos” que se habían atrevido a desafiar su poderío.
“Mi tarea en aquella época, como médico de la tropa, era curar las llagas de los pies heridos. Creo recordar mi última cura en aquel día. Se llamaba Humberto Lamotte el compañero y esa era, también, su última jornada”. Así lo plasmó Guevara, en sus memorias, y tal fue el amargo destino de varios de los rebeldes.
Justo a las 4:45 pm, inició la escaramuza de los fieles al gobierno de turno. La meta, era llegar a la Sierra Maestra cuanto antes, pero el fuego cerrado y sorpresivo desvanecería, momentáneamente esos pensamientos. Los jóvenes, confusos y desorientados en un paraje desconocido, tuvieron que dispersarse en varios grupos. Los armas automáticas vomitaban las balas buscando el cuerpo de los rebeldes, debilitado, además, por las duras jornadas sin comida, agua potable y poco descanso.
“¡Ríndanse!”, conminaban a cada instante las huestes batistianas. No obstante, desde el sitio en el que se hallaba parapetado, Juan Almeida Bosques, respondió con un “aquí no se rinde nadie ...” ¿Una simple frase? Para nada. Es la típica actitud que desprenden los hombres de enorme coraje, en situaciones difíciles. Guarda el mismo tinte indoblegable de las palabras de El Mayor, Ignacio Agramonte Loynaz, cuando afirmó que para continuar la lucha contaba “con la vergüenza de los cubanos”.
Algunas estampas del encuentro las relata en primera persona el Che: “Ponce se acercó agitado, con la respiración anhelante, mostrando un balazo que aparentemente le atravesaba el pulmón. Me dijo que estaba herido y le manifestó, con toda indiferencia, que yo también. Siguió arrastrándose hacia el cañaveral, así como otros compañeros ilesos. Por un momento quedé solo, tendido allí esperando la muerte. Almeida llegó hasta mí y me dio ánimos para seguir; a pesar de los dolores, lo hice y entramos en el cañaveral.
Allí vi al gran compañero Raúl Suárez, con su dedo pulgar destrozado por una bala y Faustino Pérez vendándoselo junto a un tronco; después todo se confundía en medio de las avionetas que pasaban bajo, haciendo algunos disparos de ametralladora, sembrando más confusión en medio de escenas a veces dantescas y a veces grotescas, como la de un corpulento combatiente que quería esconderse tras una caña, y otro que pedía silencio en medio de la batahola tremenda de los tiros, sin saberse bien para qué”.
Como sucedió en los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, una parte de los prisioneros en la celada, serían asesinados luego y reportados como fallecido en el combate. Así sucedió con 18 de los 21 revolucionarios caídos. Y la persecución de los batistianos no cesó, así lo confirman los volante que ofrecían 5000 pesos por brindar información acerca de cualquier núcleo rebelde y 100 000 “por la cabeza de Fidel Castro”. Pero campesinos de la talla de Guillermo García Frías, entendieron que la felicidad le vendría tras darle a su Patria la libertad, no con el dinero.
La tragedia de Alegría de Pío, y los días que le sucedieron pintaron de oscuro el panorama de los expedicionarios del Granma. No obstante, el espíritu de aquel grito indomable de Almeida Bosques, pareció acompañar las venturas de los jóvenes guerrilleros, como la reunión de Fidel y Raúl en Cinco Palmas, el 18 de diciembre, donde el Comandante en Jefe dijo: “¡Ahora sí ganamos la guerra! La respuesta del autor de la Lupe, ha impregnado la historia de nuestro pueblo cubano, que no se ha rendido nunca por defender la independencia imaginada, desde el principio, por esos héroes de Alegría de Pío.