CAMAGÜEY.- Teatro del Viento continúa sorprendiendo al público con una intensa producción. El 2 de junio cumplirá 20 años, y aún se percibe una alquimia de gran familia que transgrede el escenario. En sus inicios en el año 1999 dirigió la mirada para dialogar con el público infantil y juvenil, pero la indagación sobre nuevos códigos los llevó a tomar por otros senderos.

Desde ayer ofrece No tengo saldo, de las manos del principal artesano del grupo, el director y dramaturgo Freddys Núñez. Devela un espectáculo conmovedor y patriótico, no con un discurso unidireccional que dice de “lo mala que está la cosa”, sino porque inyecta, desde la verdad interpretada por los actores, la necesidad de seguir pujando un futuro mejor para nuestro país. Hacer Patria es crear las bases día a día para que germinen flores.

Los personajes se mueven desde el recurso del distanciamiento y de la profunda carga dramática. Ambos elementos otorgan un contraste atractivo. El decir sin tapujos, mirando a los ojos de los espectadores, deviene herramienta expresiva para los monólogos con que se viste a personajes arquetípicos en estado de crisis. Recordemos que el teatro coloca al ser humano al borde de sus abismos, de ahí nace el conflicto y luego los estados de reflexión sobre él mismo.

Resulta especial el tratamiento a la banalización en el mundo contemporáneo de héroes y figuras paradigmáticas, cuyas imágenes son manipuladas ya sin vacilación ni respeto a su legado. Así aparece incrustada en una lata de bebida energizante en Alemania la cara del Che inmortalizada en la foto de Korda.

El tema del tiempo, su inexorable paso alcanza lugar preponderante una vez más en la estética de Teatro del Viento: un padre que entrega a sus hijos el día de su cumpleaños 79 un testimonio de vida para alertar de la importancia de no dejar ir las aspiraciones, de perseguirlas y concentrarnos en atraparlas, pues en un abrir y cerrar de ojos la vida cambia y nos pasa por delante como caballo desbocado.

“¿Me pasas un SMS?” “Me siento solo”. Ambas frases pronunciadas desde un sentimiento de incomunicación del ser humano con su contexto fijan con la carga simbólica diferentes segmentos de la representación. El SMS es aliento, esperanza, posible certeza de lo bueno que finalmente llega y marca un punto de inflexión positiva en la sociedad, como punto del cuerpo de sueños de los cubanos que no quieren renunciar a Cuba. Por otra parte está la contrapartida No tengo saldo, esa imposibilidad de brindar respuestas concisas a problemas medulares, muchos provocados por factores externos y por nuestra incapacidad de resolverlos.

Un concepto interesante maneja la trama y revela dicotomías: la “pachanga”. ¿Qué es? Un Rumbero (o Pachanguero) —cansado de tanta fiesta vacía— y una vieja (la Pachanguera Mayor) —con un desteñido color de entusiasta agotada de gastar tanto zapato en esa pachanga que no encuentra su sentido de ser. Pachanga, acto con cierto sentido hilarante y de humor que nos inventamos los cubanos para navegar dentro de la turbulencia: la Pachanga que enajena cuando se fabrica una falsa imagen de alegría para sostener el cuerpo ante un hecho arbitrario; la que te pierde en su laberinto inconexo y poco a poco afecta la capacidad crítica; la que es también desparpajo, desorden, caos y borra palabras claves: compromiso, respeto e inteligencia.

Aunque en el espectáculo puedan resultar excesivos los parlamentos de los personajes, los actores se encargan de matizar y defender cada trozo de texto. El director apuesta por un discurso directo y enfático a través de la palabra, y lo logra manteniendo un alto vuelo poético de principio a fin.

Cuando salí del working progress de No tengo saldo me quedó el sabor de la seguridad, de los nuevos descubrimientos. ¡Que sople siempre el Viento con sus buenos augurios! Que en cada temporada recargue para que dé sus mensajes a ese que —como agradece Freddys— dona dos libras de arroz cuando compra la entrada. Y si un día no pudiera, entonces por su historia, yo, al Viento, le daré mi saldo.