La casa olía a madera vieja y a flores recién cortadas. Los muros despintados, gastados por el sol, sostenían tapices, cuadros y tejidos que parecían custodiar la memoria. En medio de aquel escenario, Trinidad Cruz Crespo —Trinita— me hablaba con los brazos abiertos, como si quisiera abarcar todo Hatuey en un gesto.