CAMAGÜEY.- A todas luces, se ve que Pablo Emilio Sarduy Molina es libre de espíritu. Goza de una elevada cultura, ha compartido con sus amigos más satisfacciones que sinsabores, y según dice, el arrepentimiento ha tocado poco a su alma. También es libre porque salvó de la ignorancia a quienes lo necesitaron, porque su madre lo hizo feliz al convertirlo en un hombre útil para la Patria.
De la mamá apenas se separó durante la infancia, pero a los trece años dio una vuelta de rosca a su vida: “Me uní a las Brigadas Conrado Benítez e impartí clases en una colonia cañera situada en un poblado de Jiquí. Allí realizamos las mismas labores que los campesinos porque también debíamos dar el ejemplo”.
La nobleza y el contacto con aquellos guajiros lo transformaron en una mejor persona. El padre de una de las familias que enseñó, Armando Porro Rodríguez, lo tuvo como a un hijo… su décimo. “Pablito, cuando me paguen el diferencial azucarero voy a comprar una vaca para que tomes leche”, le comentó un día. El niño quedó asombrado. Entendió el verdadero propósito de los alfabetizadores e imaginó los planes de la Revolución con las comunidades rurales.
“Si los pueblos se educan saben cuándo los están engañando. Antes de la gesta del ‘59, muchos hombres de campo fueron víctimas de las transnacionales que se aprovecharon de su ignorancia. La dirección del país quería que ellos se instruyeran para que fueran capaces de construir su destino con su propio pensamiento”.
Cuando las bandas contrarrevolucionarias asesinaron a Manuel Ascunce, el 26 de noviembre de 1961, Pablo sintió el dolor de la pérdida como la de un pariente. El joven solo quería lograr que la gente, en vez de firmar con la pezuña, como algunos estirados decían peyorativamente, lo hicieran con su nombre y apellidos.
Después de plantar la bandera de territorio libre de analfabetismo en Jiquí, Emilio marchó junto a sus amigos, hasta la capital. Tomaron un tren cañero. Recuerda todavía el olor a melado de los vagones, la alegría de los camagüeyanos vertida en una conga sanjuanera, el arribo a la Plaza de la Revolución y las palabras de Fidel, quien les pidió continuar superándose en pos del desarrollo de Cuba.
A todos los que hicieron un buen trabajo durante la campaña les llegó un telegrama. En su interior contenía una beca para seguir los estudios en La Habana. Pablo, reconocido como el mejor educador de Jiquí, lo esperó impaciente. Lo esperó bastante tiempo. Una mañana se convenció de que su oportunidad había expirado. “De haberme llegado el mensaje, quizá hubiera sido un profesional, sin embargo, mi mamá lo escondió para no volver a separarse de mí. Y le agradezco, porque anduve por un camino largo que me ha dejado una gran experiencia”.
ESTIRPE GUERRERA
Además de la vocación de maestro, el gen de mambí corre por su alma. El padre fue criado por el capitán del Ejército Libertador y primer cura cubano de la iglesia Santo Cristo del Buen Viaje, Pablo Gonfaus Palomares, y por la parte materna, contaba con la figura de su abuelo, Aquiles Molina Salazar, oficial de las filas insurrectas. Como heredero de esa casta libertadora, Sarduy Molina se sumó a las luchas contra bandidos en la zona Camagüey-Ciego de Ávila, en la loma de Florencia, para erradicar las bandas que intentaban escapar a estas regiones.
Para no dejar dudas, Pablo marcó también las huellas de su estirpe en la misión internacionalista de Angola, como integrante del regimiento Gloria Combativa. En ese país conformó el grupo de exploración, en la sección de topogeodesia. Durante la contienda los binoculares, el telémetro y la goneometrobrújula fueron algunos de sus equipamientos, esenciales para trazar mejores estrategias en la contienda y evitar pérdidas entre las tropas cubanas.
“Tras desembarcar en Puerto Lobito, se decidió efectuar la ofensiva a la ciudad de Huambo. Las carreteras estaban tomadas por el enemigo de la Unita, así que tuvimos que desplazarnos por tren”. Sintió una reminiscencia de sus años de alfabetizador, de cuando se dirigía a La Habana con sus compañeros, un ritmo de conga, el olor a la dulce caña cubana. Pero, ahora, estaba en una guerra.
“El grupo de exploradores que estaba bajo mi mando desempeñó un rol decisivo. Con las habilidades de nuestros zapadores el paso de las caravanas camino a las ciudades a liberar fue más seguro”, refiere Pablo, quien puntualiza siempre en la labor meritoria que realizaron, desde el cocinero de una unidad hasta el operador de un BM-21.
“Angola fue un golpe de autoridad a los imperialistas. Los cubanos sin destroyers, ni portaviones estábamos dispuestos a empujar, si hubiera sido preciso, al enemigo hasta su madriguera, como hicieron los soviéticos con los nazis, aunque, si lo analizamos bien, Cuba es un país bien pequeño… posibilitamos la victoria en 15 años y, en par de ocasiones, quedó derrotado el “invencible” ejército sudafricano. Ellos escribieron sobre una pared en ruinas que los Mig-23 les habían partido el corazón. No obstante, las Fapla y los cubanos, también lo hicimos”.
Pablo Emilio no se vanagloria de su trayectoria, pero sí de otras singularidades: “Como he tenido responsabilidades en la mayoría de los lugares en los que me han asignado, guardo en mi mente el nombre y los apellidos de todas las personas que han interactuado conmigo”. Expresa que pocas naciones en el mundo tienen una historia tan lograda por sus hijos, como la nuestra, con el filo del machete e ideales sinceros. Al menos yo, lo incluyo a él dentro de esa gente con determinación, útil. También a su madre, por haber escondido aquel telegrama.