CAMAGÜEY.- Cien años se cumplen este domingo 26 de diciembre de la primera vez que arrancó el central Jaronú, corazón de una historia de récords a costa de explotación laboral, de un patrimonio resultante del dolor por la avaricia de quienes sí disfrutaron del capital.

Lo ideal para celebrar este siglo era la fábrica en marcha, el olor a melado en todo el pueblo, el mejor de los ánimos en los habitantes por recuperar los sueños ligados al coloso de sus progresos.

Pero hace años no sucede, porque la comunidad ha tenido que sobrevivir sin las esperanzas puestas en la zafra, al punto de enfocarse a los horizontes del turismo en la cayería norte del territorio.

Mientras avanzan las inversiones en la costa, desde donde también se planean rutas al batey y al central, el dilema crece porque la industria azucarera de Brasil, como ahora se llama, no acaba de resolver sus problemas.

El centenario de la primera molienda se resumió a una sesión de la asamblea municipal del gobierno de Esmeralda en el cine Jimaguayú. Ese órgano instituyó la Distinción Centenario Jaronú y la confirió a dos personas implicadas en la recuperación del territorio después de la devastación del huracán Irma.

Se trata de Melba García González, presidenta de la filial de la Asociación de Técnicos Azucareros de Cuba (ATAC); y José Rodríguez Barreras, director de la Oficina del Historiador de la Ciudad de Camagüey (OHCC), quien no pudo asistir.

Jaronú es Monumento Nacional desde el 2008, pero los estragos del ciclón del 2017 dejaron el asentamiento al límite de los límites, de ahí el empeño de la OHCC junto a instituciones y organismos en el frente común de la recuperación. El resultado colectivo ganó el Premio Nacional de Restauración 2018.

Con mucha razón, el cañicultor Armando Menéndez insistió esta mañana en la asamblea que “si algo hay que lograr es que Brasil vuelva a renacer”. Lo dijo al presentar un folleto con parte de sus memorias como trabajador del central.

Afuera del cine, parecía un pueblo solitario, con sus viviendas congeladas en el tiempo, como si prácticamente nadie viviera allí, o al menos, como si moviera poco el simbolismo del 26 de diciembre de 1921 a las tres de la tarde.

Cien años deberían contar más en la proyección de ese pueblo, ser motivación a la creatividad, dar lustre al arraigo. Jaronú tiene una riqueza cultural auténtica, puede vivir de la historia y demostrar con azúcar cuánto es capaz de producir; pero no basta que se lo digan o se lo crea, ha de poner las manos y el corazón otra vez, con el garante de los derechos y la justicia social de la Revolución.