ALCALÁ DE HENARES, ESPAÑA.- En Alcalá de Henares, en un banco donde descansan Don Quijote y Sancho Panza, me senté. Al centro del banco, entre esos dos fantasmas de bronce, me incliné hacia Sancho y le susurré algo al oído. Fue un secreto, una confesión, un chisme si se quiere. La foto inmortalizó la escena: la boca cerca del oído del escudero y la mano en alto del caballero andante, como si regañara la tentación de la habladuría o el exceso de cercanía con la vida real. La ficción, al parecer, no tolera interrupciones.
A espaldas, la casa natal de Miguel de Cervantes, modesta y sobria, recreada más que preservada, late como un corazón antiguo en el casco histórico de esta ciudad pequeña y apacible. No hay muebles originales de la familia, se nos advierte desde la entrada, pero lo que se ofrece al visitante es una atmósfera, una posibilidad: la de imaginar la vida como era hace siglos, cuando la tecnología era de barro y el mundo se entendíancon aceite de lámpara y manos manchadas de arcilla.
Una exposición temporal de alfarería femenina me conectó de inmediato con Camagüey, mi ciudad, donde también se da forma al barro con orgullo y memoria. Vi vasijas, jarras, objetos utilitarios devenidos arte. Me detuve, sin saberlo, ante una vasijita mínima, de juguete, y recordé que también los niños de entonces aprendían jugando a sostener el mundo. En Camagüey, el tinajón ventrudo es símbolo y guardián de identidad. En Alcalá, las pequeñas piezas de barro parecen susurrar otro tipo de historia, pero hecha de la misma materia.
Subimos y bajamos en pocos minutos, pues el tiempo nos jugó una mala pasada: llegamos casi a la hora del cierre. Pero alcanzamos a ver las estancias: la del caballero, la de las damas, la cocina, y, especialmente, el cuarto del retablo, esa habitación dedicada al pequeño teatro de figuras, donde una casi espera que aparezca Maese Pedro con su monigote.
Esa fue mi favorita: allí, la representación no se esconde; se honra. ¿No es acaso esa la verdadera esencia del arte?
Afuera, en el jardín, me llamó la atención una presencia insistente: romero, mucho romero. Aromático, fuerte, resistente. Plantado con intención. ¿Memoria, protección, sanación? Tal vez todo eso. Quizá Cervantes, como tantos, necesitó del romero en vida o en muerte. Me lo llevé en el olfato.
El paseo siguió por las calles tranquilas, rectas y cuidadas del centro histórico. En una travesía cercana a la antigua calle de los escribanos, leí el nombre: Travesía Avellaneda. Y allí, sin proponérmelo, me encontré con Gertrudis Gómez de Avellaneda, la grande, la principeña, la desterrada.
La mujer cuya pluma quiso ser negada como cubana por razones que el tiempo ha desmentido. En ella pensé, no en aquel otro Avellaneda apócrifo que osó firmar un Quijote sin alma. Mi Avellaneda sí la tuvo. La tiene.
En la plaza del Palacio Arzobispal, vimos la estatua de Isabel la Católica, y supe que fue allí donde, según cuentan, Cristóbal Colón se entrevistó con ella para hablar del viaje que cambiaría el mundo. En otra plaza, más recogida y florida, crecían rosas y albahacas. España, en pleno julio, perfuma sin pedir permiso.
Nos detuvimos frente a la fachada de la Universidad de Alcalá, donde cuelga la lista de los Premios Cervantes de la literatura en español. Leí nombres, sentí orgullo. Tres cubanos están allí inscritos: Alejo Carpentier, Dulce María Loynaz, Guillermo Cabrera Infante. Todos, a su modo, moldeadores del lenguaje. Barro distinto, pero barro al fin.
¿Y qué le susurré a Sancho? No fue un secreto. O sí, pero uno compartible:
—Aquí no solo nació Cervantes. Aquí nacen, cada día, nuevas formas de imaginar lo imposible.
Y mientras la mano del Quijote seguía en alto, como pidiendo silencio o juicio, pensé en todas esas veces que volvemos a los lugares donde la ficción nació, para comprobar que, al final, el verdadero hogar de un escritor está donde una historia vuelve a respirarse.
La literatura, como el romero, deja su aroma largo después de que se han ido los pasos. Alcalá de Henares es breve en tamaño, pero infinita en ecos.
Volveré.
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