MADRID.- Desde que mi papá me envió la foto a un saco lleno de mazorcas, el deseo de revivir los sabores y recuerdos de mi infancia se despertó con fuerza. En la casita de campo de mis abuelos maternos, el maíz protagonizaba una tradición sagrada, una ceremonia culinaria.
Los tamales están profundamente arraigados a aquellas cálidas y acogedoras reuniones. Cada visita era una celebración de sabores, aromas y amor familiar donde se aprenden los secretos de la cocina cubana.
En aquel rincón de Cuba, la vida parecía detenerse para dar paso a la magia de los tamales. Mi abuelo, con su sombrero de yarey y su machete al cinto, partía hacia la estancia para buscar las mazorcas más tiernas. Aquel hombre de la tierra entendía el ciclo del maíz como pocos, mientras que mi abuela, mi mamá y mis tías se convertían en alquimistas del sabor.
Mientras pelaban y desgranaban, yo observaba con admiración, fascinada por la destreza y el cariño con el que manejaban cada mazorca. El ritual de preparar tamales era una danza coordinada entre ellas, donde cada paso estaba impregnado de sabiduría y tradición. Un tío asumía la parte de moler el maíz para obtener la masa perfecta.
No todas las mazorcas se destinaban a los tamales. Mi abuela hacía un arroz con maíz que era una maravilla, y las frituras eran el aperitivo perfecto. También, la harina dulce con leche y coco, un postre irresistible, llenaba la casa con su aroma tropical.
Otras mazorcas eran reservadas para asar en la brasa del fogón de leña. El crujido de los granos al dorarse y el aroma ahumado que se desprendía eran irresistibles. Un verdadero placer morder esos granos asados, que conservaban todo el sabor del campo.
El tamal es más que un platillo; es una tradición milenaria que se encuentra en diversas culturas de América Latina y el Caribe. Se cree que fueron preparados por las culturas indígenas como alimento portátil para los guerreros y viajeros.
Por supuesto, ha evolucionado con variaciones regionales en sus ingredientes y técnicas de preparación. Comúnmente, consiste en una masa de maíz rellena de carnes, vegetales, chiles u otros ingredientes, envuelta en hojas de maíz o plátano y cocida al vapor o al hervor.
Hoy en día, cada vez que veo una mazorca, inevitablemente se me antoja comer tamal. Por eso, desde que mi papá me envió la foto con el saco lleno, mi mente y mi corazón anhelaban revivir aquel pedacito de esos recuerdos, como tributo a mis abuelos y a la sabrosa tradición que nos legaron.
Entonces emprendimos nuestra aventura culinaria. Tras algunas exploraciones por los mercados de Madrid, finalmente encontramos el lugar adecuado: el Mercado de Maravillas en Cuatro Caminos. Allí, como su nombre lo indica, entre los puestos bulliciosos y coloridos, hallamos las mazorcas vestidas con sus hojas verdes, listas para ser transformadas.
Una vez en casa, nos pusimos manos a la obra. Aunque he sido siempre ayudante, la ayudante de mi mamá, esta vez era yo quien dirigía el proceso. Reconozco que estar al mando de la cocina es un reto emocionante y lleno de responsabilidad.
Hubo tropiezos en nuestro primer intento. Las mazorcas no eran exactamente como las que utilizamos en Cuba. No hubo una hoja que fuera sábana para la mazorca. Por eso la forma de tamal que ven esconde toda una técnica mixta con pedacitos de hoja. Sin embargo, el sabor a maíz estaba ahí, reconfortante y delicioso.
A pesar de las pequeñas imperfecciones, disfrutamos cada bocado como un tributo a nuestra tradición familiar. Estoy segura de que con cada intento mejoraremos y honraremos mejor nuestras raíces.
Darnos el gusto de este placer gastronómico supo a viaje en el tiempo, un regreso a los días de sol en la casita de campo, donde la cocina era el corazón palpitante de la familia. Recordé el esfuerzo conjunto, la risa compartida y la satisfacción al ver los tamales listos para ser disfrutados por todos.
Así, entre aromas de maíz y hojas verdes, los tamales en Madrid se convierten en un símbolo de nuestra resistencia cultural y esa capacidad de encontrar lo entrañable del hogar en cualquier rincón del mundo.