CAMAGÜEY.- Allá por el mes de diciembre de 1937 apareció en la prensa de la época un anuncio donde se decía que el profesor norteamericano Mr. Allen Gilbert, procedente de una notable academia de New York, había llegado a la ciudad de Camagüey para enseñar a desnudarse a las mujeres casadas.
Mr. Gilbert, que se encontraba de paso en nuestra urbe, se propuso abrir una filial de su academia a fin de traer el progreso y la felicidad familiar en un ambiente tan íntimo como las alcobas. Advertía el profesor que en realidad aquel curso no estaba dirigido solo a las mujeres, pues era de suponer que a algunos hombres, especialmente los casados, debía interesarles cómo se quitaban las ropas sus mujeres.
El habilidoso profesor, de quien decía la prensa era hombre de geniales ideas, anunciaba que con sus cursos pretendía defender la santidad de los hogares, por lo que no estaba de más que sus esposas y las señoritas casaderas, conocieran la forma correcta de desnudarse delante de sus esposos.
Según el insigne maestro, no pocos divorcios tenían lugar por la forma incorrecta empleada por las esposas en ese menester ineludible de la vida casadera. Añadía la nota de prensa que la escuela funcionaba con una alta técnica para mostrar al alumnado cómo quitarse los vestidos, los zapatos y otras prendas íntimas, pasando luego a la enseñanza en vivo, que debía ser lo bueno.
Claro, advertía que no todas las esposas tenían que quedarse en cueros ante un grupo de personas, pues para eso la academia contaba con un grupo de muchachas de muy buena presencia que se desnudaban y adoptaban cualquier posición como base material de estudio.
El curso completo costaba treinta dólares y se dividía en dos partes, una primera bajo el título de “Cómo NO debe desnudarse una mujer cuando está delante de su marido”, y la segunda que era “Cómo desnudarse una mujer cuando está delante de su marido”. Todo el material incluía catálogo, consejos útiles y fotos.
Sucedía que durante la primera parte del curso la muchacha-muestra se quitaba desordenadamente la ropa, la tiraba sobre una silla y luego se sentaba encima del vestido, se soltaba el pelo, se quitaba las ligas, todo lo cual detallaba el profesor con las demostraciones de sus ayudantes.
Decía Mr. Gilbert que estos pecados tenían un efecto deplorable en el hombre, quien esperaba encontrarse con una esposa celestial y modocita, que evitaba que el esposo la viera despojase de sus prendas y prefería cubrirse con una bata.
A la postre, y aunque se decía que el curso había tenido tremendo éxito en Norteamérica, en nuestra ciudad apenas si consiguió un par de matrículas y Mr. Allen debió recoger maletas y proseguir su ruta.
Es de suponer que los cánones de lo mejor de la moralética lugareña pusieron el grito en el cielo ante el nuevo proyecto educacional para desdicha de muchos esposos, que se quedaron con las ganas de saber, no cómo se desnudaba su esposa, sino las esposas de los otros, aunque puede que alguno ya lo supiera.