CAMAGÜEY.- El nombre Eduardo Agramonte Piña no solo nos remite a la célebre hospital pediátrico encargado de velar por la salud de los pequeños y adolescentes. Recuerda al mambí que sobresalió en la Guerra de los Diez Años por su oportuna presencia en los instantes decisivos de la Revolución en Camagüey y sus indiscutibles aportes, desde diversos frentes de combate, a la independencia de Cuba.

“(...) El movimiento de Bayamo y Manzanillo no podía dejar de tener eco en Puerto Príncipe, y el cuatro del corriente, llegados los ánimos al colmo de la exaltación, más de cien hombres, casi todos de los más ricos y principal de Puerto Príncipe, dieron el grito de libertad (...)”, así grabó, con la tinta, el suceso del alzamiento del cuatro de noviembre de 1868, en Las Clavellinas, donde, junto a otros 75 jinetes declararon las intenciones del territorio de pelear contra la metrópoli española.

Eduardo Agramonte llegó a este mundo el 13 de octubre de 1841 y sus padres fueron José María Agramonte Agüero y María de la Concepción Piña Porro. De su primer apellido le viene el parentesco con el héroe más emblemático de esta región, Ignacio Agramonte Loynaz. Y la proximidad con el Mayor resultó aún más grande cuando contrajo matrimonio con Inés Matilde, hermana de Amalia Simoni Argilagos.

Si la dedicación del Diamante con Alma de Beso, por la soberanía de su país era encomiable, la de su primo también. Su determinación lo colocó al mando del Cuarto Pelotón del contingente camagüeyano, donde marcó el bautismo de fuego con el ejército enemigo en el Combate de Bonilla. La herida que allí recibiera, en una pierna, lo convirtió en el primer insurrecto en derramar su sangre en el campo de batalla.

Aún sin sanarle las heridas, en un gesto de bravura ilimitada, dos días después vuelve a desenvainar su machete en la acción militar de Arenillas. En ese lugar Eduardo, quien fuera graduado de medicina , en Barcelona, demostró su destreza como galeno al amputarle el brazo al teniente coronel Pedro Recio. Otros encuentros bélicos que le valieron el reconocimiento entre su tropa y superiores como el de San Carlos, el de Hato Viejo o Jobo Dulce y en la finca La Matilde.

Durante la Guerra Grande ocupó cargos y participó en instantes definitivos para el curso de la contienda como en la Asamblea de Guáimaro, el 10 de abril de 1869, donde se le designó Secretario del Interior y la responsabilidad de la secretaría de Relaciones Exteriores con carácter provisional. Es preciso resaltar que fue uno de los fundadores de la logia Tínima, representativa en la etapa de conspiraciones contra la España colonial, en compañía de Carlos Loret de Mola, Salvador Cisneros Betancourt y Bernabé de Varona.

Este joven médico, nacido en cuna noble y con un promisorio futuro de rico hacendado, así como su primo Ignacio, devino en un oficial de elevado respeto. En un ferviente enamorado de la libertad. Una prueba de ello fue su consagración por mejorar el planteamiento estratégico personal y de sus huestes en el terreno de operaciones, que recogió en un Memorándum sobre el Arte de la Guerra, en el que agrupa tácticas de aquella etapa.

Sin embargo, los servicios a su isla colonizada no solo se limitaron al orden de las milicias en la guerra o a los improvisados hospitales de campaña de la manigua. Sus lecciones y dotes para la música le facilitaron la composición del los toques de la Diana Mambisa y A Degüello, interpretada por los portadores de la corneta. Tampoco fue menor su talento desde el oficio de periodista, así lo evidencian las Crónicas del Liceo de Puerto Príncipe y sus oportunas disquisiciones en el periódico El Oriente.

Cuenta nuestro Héroe Nacional, José Martí, en uno de sus textos, que al regresar a Cuba de sus estudios de medicina, Agramonte Piña le dijo a sus coetáneos con firmeza como amonestándolos: “¿Y qué han hecho en estos diecisiete años?”. El 8 de marzo de 1872, mientras encaraba al poderoso batallón San Quintín, en el caserío San José del Chorrillo, recibió un balazo en el corazón que le causó la muerte inmediata.

“ … Pasa Agramonte, bello y bueno, llevándose las almas…”, refirió sobre Eduardo, el Apóstol, en su construcción sobre los sucesos de la Asamblea de Guáimaro. Ya suman 149 años desde su caída en combate, pero el tiempo es el juez más justo de los grandes héroes y su nombre, sin dudas, se integra en el espacio de los buenos, de los mambíses enteros que confiaron en la voluntad de los cubanos para sentir en el alma el significado de la palabra independencia.