CAMAGÜEY.- El regreso a casa después de un largo viaje se resume al abrazo de mi hija, temblorosa y risueña, con los ojos a punto de una lágrima y la vocecita mimosa con las frases de amor que sólo reserva para mí.

Hemos estado distantes por varias situaciones. La primera, por dengue al parir. El rash me devolvió al hospital cuando ella tenía cinco días de nacida. Sufrí como nunca. En cambio, para ella la mayor prueba fue la separación reciente. Entre ambas, un océano. Jamás lloró durante las videollamadas. Por el contrario, tanto me motivaba que más bien la nena era yo.

Cuando me preparaba para ese viaje, en medio del trámite y la incertidumbre por lo desconocido, un amigo me hizo ver lo que aún no había concientizado. En el exterior no sería individuo sino una suerte de embajadora del país, de la cultura. Tampoco había pensado en suvenir alguno. Debido a las carencias y la inflación, ¿quedaría algo aquí que encajara con “recuerdo de viaje”, el significado de esa palabra adaptada de la voz francesa souvenir? ¿Cómo activar en el otro el misterio alrededor de un objeto, que al mirarlo relacionara nuestra presencia con una auténtica isla navegante con puerto abierto y seguro en el afecto?

Por un guía me llegó la advertencia con la oferta. Puedes topar con artesanía de dudosa calidad como collares y pulsas de vistosos colores que al primer aguacero o sudor se destiñen o manchan la piel. Hay bisutería con semillitas listas para germinar al primer guiño de humedad, como pasa en el experimento de la escuela cuando los niños aprenden cómo brota la matica de un frijol. No hablaré de lo kitsch, aunque pulula. Nunca regalaría lo que no me gusta a mí.

La elección de un posible recuerdo se me volvía un dilema. Entonces pensé en un caso cercano.

Si le preguntan a un cubano por una visita anhelada aquí mismo, con seguridad responde El Cobre, en Santiago de Cuba. Es meta de vida por curiosidad o por acto de Fe. Como constancia regresaría a casa con su estatuilla de la Virgen de la Caridad del Cobre y piedrecitas del mineral. En el documental Ave María, Gustavo Pérez muestra la cara del asedio a los visitantes para el consumo de suvenires. También enseña los rostros de la supervivencia tras el cierre de la mina de cobre. Era la principal fuente de empleo allá. Encontró un tallador de estatuillas de la Virgen, dedicado 20 años a eso.

Aparte de claves, maracas y llaveros con bongós, de tabacos, juegos de dominó, cuadritos con estampas de mulatas, almendrones y folclóricos paisajes, los turistas llevan más de Cuba. Anotan recetas culinarias y compran los ingredientes para preparar mojito y otros cócteles. Hasta comparten aprendizajes en casa con los amigos. Ese día comen y beben a lo cubano.

Por el rumbo de mis divagaciones recordé la zampoña, los aretes y la bandera Wiphala recibida en la despedida de alumnos de Bolivia. Nuestro grupo de la universidad de Santa Clara impartió clases de comunicación a aquellos jóvenes.

Conservo otros obsequios. Un francés conocido de una vecina me entregó cuando niña una marioneta con un personaje de mexicano típico. Tengo un llavero con la reproducción de la Torre Eiffel, traído de París por una artista. Una amiga cargó desde México la figura con la forma de la pirámide de Chichén Itzá.

A la disyuntiva de qué detalle creativo dejar se sumaba la condición del precio. Podía aspirar a algo al alcance de un bolsillo flaco. Pasé por la galería Midas, cerca de la Plaza de los Trabajadores. Me encantaron las bolsitas de la escritora y artesana de origen ruso Tatiana Morales. Ella atribuye significados de palabras inspiradoras a las letras bordadas en punto de cruz en sus diseños. Regalé la E de esperanza a una cineasta ucraniana. Quedó conmovida hasta el llanto.

En la acera de enfrente de la galería de Martha Jiménez hallé postales de la Plaza del Carmen y pulsitas con los nombres de Cuba y Camagüey. Llevé de los pequeños tinajones con motivos arquitectónicos y urbanos. Por la hechura permiten apreciar la calidad y el color natural de la arcilla. Así gané el abrazo de una peruana. Algo tan nuestro la remitió con añoranza a su tierra natal.

Allá cambió el punto de vista de la compra, por hacerlo para mis seres queridos. Del primer lugar adoré un atrapasueños de plumas e hilos multicolores. Lo vi como un recuerdo lindo, con todas las emociones de la estancia. Buscaba algo especial para mi niña. En un modesto sitio lo encontré.

A la casa llegué de noche. Enseguida eligió el sitio y colgó el regalo. Contó de las pesadillas durante mi ausencia. Temió por algunos muñecos. Creyó que la espiaba el oso de peluche. A la mañana siguiente dijo: “Mamá, verdad que es efectivo el atrapasueños. Espantó mis miedos. He vuelto a soñar bonito junto a ti”. He ahí la grandeza de lo pequeño, la magia de un recuerdo para un amor.