MADRID, ESPAÑA.- A la bolera no llegué por antojo. De hecho, lo que más me apetece de Madrid son sus parques y sus museos. Tampoco era un día cualquiera ni me negaría a sumar una vivencia. Un camagüeyano recién llegado cumplía años, su primer cumpleaños muy lejos de casa y de los padres. Para aliviarle el gorrión, su mejor amigo pensó como regalo precisamente eso: ir a jugar.

Allí, el tiempo parece detenerse y la única preocupación es disfrutar el momento, desde la adrenalina activa del hockey de aire, pasando por los bolos, hasta probar suerte con el billar, al menos en mi caso.

Lo más destacable de la jornada no fue la puntuación más alta ni la jugada perfecta, sino la importancia de compartir. En un mundo donde la competencia suele ser el eje de nuestras actividades, encontrar un espacio donde la diversión sea el único objetivo es verdaderamente refrescante.

Jugando al hockey de aire, mis novatas e imprecisiones me hacían pensar en mi prima Yadira, una jugadora profesional de campo con medallas nacionales. Verla dominar su deporte con tanta gracia y habilidad siempre ha sido inspirador.

Sin embargo, al jugar a los bolos noté cómo el peso de las pelotas trabaja en el cuerpo. Sin práctica previa, cada vez que levantaba una de esas bolas pesadas, sentía cómo mis brazos y hombros se tensaban. Cada movimiento se volvía torpe y poco natural.

Mientras caminaba hacia la pista, la pelota grande en mis manos parecía un desafío monumental. Bien poco me valió intentar pensar en la precisión necesaria para derribar los bolos al final del camino ni desear un buen tiro. Este tipo de prácticas deportivas no son mi fuerte. Prefiero correr. Ya lo saben.

En muchos sentidos, los avatares de la vida se asemejan a la rutina en la bolera. La pelota representa la carga pesada de nuestros problemas, y así, con esa pesadumbre, echamos a andar en la gestión de soluciones.

Dependiendo de la voluntad y el enfoque, de toda nuestra energía, acertaremos o no frente a los obstáculos. Con cada lanzamiento intentamos soltar preocupaciones y concentrarnos en derribar esos desafíos. A veces logramos un strike y otras terminamos en la canaleta, pero lo importante es seguir intentándolo.

En la bolera, no importa si el tiro derriba todos los pinos o si la bola cae en la canaleta; lo que cuenta es la sonrisa que se dibuja en el rostro y la complicidad que se fortalece con cada jugada.

Agradezco la tarde en la bolera, aunque no se me ocurriera dedicar mi tiempo a eso, en vez de aprovecharlo en un parque o en un museo. He comprendido la necesidad de darnos permiso para jugar, desconectar de la rutina, relajarnos, reírnos de nuestros errores y celebrar las pequeñas victorias.

Así que, cuando te agobie el peso de las responsabilidades diarias, un poco de diversión tiene el poder del antídoto. Si te invitan, acepta. Si tienes la iniciativa, llama a parientes o amigos, elige un juego y deja que la risa sea la protagonista. Porque al final del día, confirmarás cuánto nos enriquecen esos momentos lúdicos. A veces, lo más valioso es simplemente crear recuerdos.