Cuando en la universidad recibíamos la asignatura de Literatura Latinoamericana, el profesor Ricardo —un joven hermoso y culto— nos despertó esa voracidad por leer, por leer de verdad, a los escritores del boom. En una librería de libros usados, frente al parque Vidal en Santa Clara, encontré un ejemplar de La ciudad y los perros. Una edición española de 1985. Ya estaba así, como lo conservo hasta hoy: la cubierta carcomida por una esquina, el lomo comenzando a desprenderse, y adentro, aunque las polillas habían dejado su huella, no habían conseguido devorar ni una palabra de Mario Vargas Llosa.