En el barrio le decían “Chimbín”, pero nadie sabía que le gustaba jugar ajedrez y tenía un amarillento título de Ingeniero. Tampoco conocían de su esposa e hijo; que guardaba una colección envidiable de discos de boleristas cubanos y que todo lo cambió por un traguito de ron. Era el borracho repugnante, el “nadie” que se sentía nada sin la voz de Elena Burke en aquel tocadiscos que vendió cuando el frío apretó el alma.