Los seres geniales suelen ser “diferentes” hasta en el final de sus vidas, y tal vez por eso el cubano José Raúl Capablanca no pudo tener otra despedida terrenal que no fuera ante un tablero y haciendo lo que tanto amó: jugar ajedrez.

La muerte le ganó su partida, la de la vida, el 8 de marzo de 1942, cuando apenas tenía 54 años de edad y un incalculable talento por exhibir.

Un fulminante derrame cerebral le sorprendió en el Manhattan Chess Club, de Nueva York, y dejó al mundo sin uno de los más geniales ajedrecistas de la historia, desde entonces convertido en leyenda.

El tercer campeón mundial de ajedrez, el único latinoamericano en alcanzar tal rango hasta el día de hoy, fue un niño prodigio y deleitó a sus contemporáneos con su manera especial de comprender el juego de las 64 casillas. Su trayectoria y estilo pasó a ser obligado material de estudio para quienes se dedican a este deporte.

Con menos de 15 años ya había sido campeón de la Isla y sin llegar a los 20 comenzó a acaparar triunfos en todo el orbe. Dejó sin argumentos a quienes quisieron menospreciarlo en el famoso torneo español de San Sebastián 1911, donde se impuso en una cita a la que concurrieron los mejores jugadores de la época –con excepción del entonces monarca universal, el alemán Enmanuel Lasker– y lo hizo de manera tan convincente que ya algunos comenzaron a pensar en él como posible rey del planeta.

Nunca dejó de derrochar un peculiar ingenio en sus partidas, y asumía la solución de las posiciones con tanta sencillez que le apodaron “la máquina de jugar ajedrez”. Pronto quedó claro que el reino era su meta y el desafío con Lasker se produjo finalmente en 1921.

El ímpetu con que el jugador cubano concebía el ajedrez, con una mirada renovada respecto a su veterano rival, le ofreció entonces ventaja. Lasker no pudo ganar siquiera uno de aquellos encuentros, y aceptó la derrota cuando el marcador le era adverso, apenas había podido sacar 10 igualadas en las 14 partidas celebradas hasta ese momento.

Capablanca reinó durante los próximos siete años. Dominó el mundo de los trebejos a su antojo, permaneció invicto durante ocho años y su cuenta de derrotas en partidas oficiales llegó a apenas 35.

Su puntuación Elo ha sido calculada en 2 725, aunque en la época que vivió aún no existía esa manera de organizar el ranking universal. No fundó una escuela en sí… pero su estilo influyó en la filosofía de juego de otros campeones, como el estadounidense Bobby Fischer o el ruso Anatoly Karpov.

Nadie como él entendió el juego a partir de la sencillez, ni se ha dejado llevar por un instinto que pocas veces le falló, sobre todo en los finales, de los que se convirtió en un maestro, en toda la extensión de la palabra.

Perder el título mundial ante el ruso-francés Alexander Alekhine, en Buenos Aires 1927, fue el golpe más duro de su carrera. Nadie podía imaginar entonces que cedería ante un hombre que no le había ganado antes, por lo que sus contemporáneos le auguraban un fácil triunfo.

La realidad fue muy diferente y para mayor perjuicio, nunca logró la deseada revancha. Ganó la medalla de oro en la Olimpiada de 1939 jugando como primer tablero y por delante del propio Alekhine y del estonio Paul Keres.

Capablanca nunca abandonó el ajedrez de alta competición, pero la salud no le acompañó en sus últimos años. Dicen que un leve accidente cerebrovascular le envió las primeras señales en 1938, pero hizo caso omiso y mantuvo su habitual ritmo ante los tableros.

Aquel 7 de marzo de 1942 entró feliz al Manhattan Chess Club sin imaginar que sería la última partida de su vida. Se desplomó ante la atónita mirada de sus amigos y en la madrugada del 8 de marzo falleció en el hospital Monte Sinaí demasiado pronto para lo que todavía tenía por ofrecer en el juego de su vida.