CAMAGÜEY.- El camagüeyano, en todos las épocas, se ha preciado de existir en una región conocida por el cultivo de las artes. Desde el célebre Espejo de Paciencia, de Silvestre de Balboa, la pintura de Fidelio Ponce de León hasta la función de la compañía de ballet, del territorio, conforman el universo que fortalece por dentro. Si de todas las etapas hablamos, y a buenos cubanos nos referimos, es preciso nombrar el eleve espiritual, ocasionado por ese ámbito, en El Mayor, Ignacio Agramonte Loynaz.

Inmersos en el panorama del siglo XIX, a tantos años de las facilidades tecnológicas de los celulares, y del entretenimiento de Facebook y Youtube, el desarrollo económico del enclave proponía, en gran medida, las puestas teatrales en el teatro El Fénix y el Principal. Resultaron fundamentales para el esparcimiento citadino, La Sociedad Filarmónica, inaugurada,1830 en la Plaza de las Mercedes, y la Sociedad Filarmónica de Santa Cecilia.

Asegura el periodista del periódico Adelante, Manuel Villabella, en el artículo El Mayor y la cultura de su tiempo, que en ese último sitio “Agramonte figuró como socio”, y se confirmó su asistencia en las temporadas estivales. Alega el reportero la influencia de la figura paterna para impulsar a Ignacio en el hábito de la lectura y de cómo su afición por el teatro lo condujo a ser uno de los miembro facultativos del Liceo de La Habana, el 26 de septiembre de 1867, y en el 1868 aceptó el cargo de vicesecretario general.

“El 24 de octubre de 1867, para los Juegos Florales que se celebrarían al año siguiente propuso los temas Influencia de las Bellas Artes en el adelanto de los pueblos, y Caracteres distintivos de las producciones artísticas modernas en relación con las antiguas, entro otras materias de índole económica y agrícola”, apunta el investigador.

Villabella, acude al epistolario del Diamante con Alma de Beso. Se remite a las cartas a su idolatrada, Amalia, y ahí se reencuentra con el amante de las puestas teatrales: “No he vuelto a oír declamar a Ortiz. Según me han contado, el último día de función en el Liceo, salía representando él un drama, y estando en una escena con otro aficionado que lo hacía tan mal como él, el director de escena, un Sr. Viñolas (…), se presentó en medio de ellos diciéndoles: “Basta señores, basta (…) Figúrate cuál sería la risa y la algazara del público y el disgusto para Ortiz”.

El acucioso reportero continúa hurgando en las misivas. Anuncia que entre el 13 de mayo de 1867 al 6 de julio de 1868, en 21 ocasiones, “menciona impresiones sobre el arte y la cultura”. Así, el 16 de febrero de 1868, se enfunda el traje de crítico y habla sobre la distinguida actriz italiana, Adelaida Ristori. “(…) Solo la he visto trabajar una noche en María Estuardo, que no es en la tragedia en que más ostenta su gran mérito, (…) y desde su primer movimiento en escena se revela (…) que va más allá de los límites de lo común (…)”, le comenta a su amada.

Confirma esa tesis, al describir cómo “(…) la movilidad de su fisonomía para expresar con toda la naturalidad y verdad posibles la pasión o el estado del ánimo que desea, la propiedad en todos sus movimientos, en todos los detalles, la vida y la animación que da a la palabra en la más completa armonía con el (...) papel que desempeña, son cualidades que desde el primer instante, anuncian a una trágica eminente”.

Sobre las predilecciones estéticas de Agramonte, Villabella expresa en su trabajo “que gustaba declamar los versos marciales, Canto del Cosaco, de José de Espronceda (…)”. Lo recitó en casa de una tía de la escritora Aurelia del Castillo, tras perder en juego de prendas que realizaron junto a unos amigos. “Cada palabra, fuertemente acentuada, parecía un golpe de maza descargado, sobre los opresores de Cuba especialmente, y parecía también un llamamiento de jóvenes libertadores a las armas”, dijo Aurelia.

HOMBRE DE ESPADA Y LETRA

Se debe también admirar al Bayardo, más allá de la silueta de militar. Hubo una vez un joven sencillo, un abogado integral que por vocación escogió la justicia, un civil enamorado que enviaba por la correspondencia, el corazón a la Dulcinea de su vida. Tanta era la pasión que, inevitablemente enraizaba sus sentimientos en la lírica.

La soledad y la distancia le inspiraban.

“Desde que nos separamos, el desierto me rodea en medio de la populosa Habana, porque no estás en ella (...)”, salta el recuerdo de una tarde, de un encuentro donde “(...) tu mirada se fija en mí (…), me parece que siento otra vez el efecto mágico de tu sonrisa celestial (...)”. La respeta, fiel en todo momento: “(…) Cuando aquí salgo al campo y tomo alguna flor me es tan triste (…) porque no pueden lucir en tu cabeza y no deben adornar otra (...)”.

En esa lírica melancólica, nutrida por la lejanía, Agramonte pensaba a su Amalia interpretando con su voz, o en el piano, un clásico de moda. “¿Cuándo te oiré cantar algunas de esas piezas?”, le preguntaba inquieto a quien había “(...) convertido en delicioso jardín lo que era un árido desierto (...)”. Y para que no le cupieran dudas de sus sentimientos, comparaba cómo amor como el maternal “(…) tan lleno de abnegación, y tan grande, es muy inferior al que hay en mi pecho para mi sol, para mi Dios, que eres tú”.

La sensibilidad en la prosa, que trasciende en las misivas, se vislumbra en la poética, en circunstancias tan adversas como el fallecimiento de su padre. “Acabo de saber de (…) la muerte de papá en los Estados Unidos (…), comunicó a Amalia, tras saber del funesto suceso, ocurrido el 18 de noviembre de1869. Perdía a Ignacio Agramonte Sánchez Pereira, quien desde la más tierna edad, debió haber influenciado en su hábito de lector, además de sus ideas progresistas y libertarias.

En el panteón familiar, situado en el camposanto de este territorio, se aprecia el sepulcro del padre. Sobre la tapa de mármol de Carrara, el hijo vierte su dolor en un soneto, que parece reguarda la entrada de Don Ignacio al mundo espiritual.

Así, el visitante lee, como la sentencia de un juicio final:

“Viudas, pupilos, templos, hospitales/ Asilos de piedad favorecidos./ Calabozos de míseros henchidos./ Huérfanos sin socorros paternales:/ Mirad estos despojos mortales/ Que yacen aquí sumergidos/ De quien supo calmar vuestros gemidos/ (...) !Ah! Me diréis un hombre tan piadoso/ El buen Ignacio que la huesa fría/ Oculta entre su seno tenebroso.(...) Y que siempre su nombre generoso/ Brille como la luz del mediodía”.

La tradición y la historia, nos lo presentan casi siempre en su caballo, regio, sereno, apuntando con el sable al próximo combate. En un rudo y seco golpe, en el Rescate de Sanguily o en estampida victoriosa en el Cocal del Olimpo. Listo para el combate, a punto de hacer temblar la tierra con una caballería disciplinada, fiera. Mas, tras la madeja del caballero, del guerrero, del Mayor General, del estoico hidalgo, asoma el joven alto, de bigote y semblante serio que se moldeó la vida con el esmero de una bella obra de arte, para conseguir la libertad, como acto sublime.