CAMAGÜEY.-Lo observa todo a su alrededor, parece que marcha a una batalla consigo mismo. Una mano lo acaricia y es suficiente para obtener la fuerza que necesita. Es la mano que siempre lo ha acompañado en sus peleas, las buenas; no esas a las que obligan a los de su tipo.
La cabeza grande debió inspirar algún filme de terror, la lengua es pesada como su cuerpo y la mirada limpia, porque es su mejor vía para destilar el cariño.
Un rostro conocido marca la arrancada y sale como una bala blanca en la plenitud del césped. Solo mira la meta, la recompensa. Salta los obstáculos con la destreza de los campeones, roza la hierba húmeda, como si se suspendiera en el aire más tiempo del normal. Viaja muy arriba y vuelve, para seguir danzando sutilmente sobre el suelo. Carga con la responsabilidad de un aplauso final, aunque nunca lo ha podido escuchar.
Un día, cuando era pequeño, una puerta sonó muy fuerte, pero él no se movió, como si viviera en una galaxia lejos. Quizás sea la misma galaxia a la que llega cuando sobrepasa las vallas. Cayeron cacerolas, ollas, jarros, pero él no reaccionó al sonido del metal contra el piso.
Las señales visuales son sus mayores aliadas. Pero Yasser, su entrenador, lo toca muchísimo, como si por la mano se conectaran y el tacto los uniera en una misma alma. Ambos se confunden, la letra inicial de sus nombres no es la única que los vincula, sino el compartir la lealtad.
Uno se entretiene y el otro lo sujeta para la foto; aunque lo llame, no responderá si no coloca su mano firme. Posan para la imagen, pero a Yasser le cuesta, pues solo se concentra en él, en hacerlo feliz. Parece fuerte, indestructible, pero los ojos son buenos y confiables, como quien no está hecho para pelear, sino para ser querido.
El maestro teme mucho a esas peleas clandestinas, sabe que por la condición de su alumno, habría que matarlo sobre la arena para desprenderlo de un contrincante. Por eso trabaja tanto y con tanto amor, para que sus pupilos nunca sean forzados a asesinar y para que sus parientes callejeros, tengan siempre una segunda oportunidad en la vida.
Agradece con gestos ininteligibles, Yasser es su voz y guía, el amigo de siempre, ese con el que desaparecen los miedos y los límites, el que lo defiende del mundo, su propio campeón.
El amigo de Yasser se llama Yanko, tiene cuatro años y es un perro sordo.