MADRID, ESPAÑA.- Cuando llegué a España, usaba mi móvil con la misma ingenuidad de cualquiera: lo llevaba a todas partes, confiada en su utilidad dócil y cotidiana. Pero pronto empecé a notar algo inquietante: aquello que comentaba en conversaciones íntimas aparecía enseguida en la pantalla en forma de publicidad o contenido sugerido. Museos que mencionaba, sabores de
la gastronomía local o incluso la curiosidad por la siesta española se materializaban en mi feed como si alguien —o algo— me escuchara de cerca.
Ese sobresalto me hizo ver que el teléfono no era un objeto neutro, sino un acompañante que observa, registra y anticipa, y fue la antesala perfecta para leer El enemigo conoce el sistema, de Marta Peirano.
El libro no solo describe esta vigilancia, sino que explica cómo los algoritmos aprenden, moldean nuestra atención y, en última instancia, influyen en nuestra manera de ser. Publicado en el 2019 por Penguin Random House Group, en la colección Debate, la autora ofrece un ensayo punzante que desvela cómo internet, tras su fachada democratizadora, ha sido convertida por Big Tech en una herramienta de vigilancia, manipulación y adicción emocional. “La indignación es la heroína de las redes sociales. Es más viral que los gatitos… genera más dopamina que ninguna otra cosa porque nos convence de que somos buenas personas y, encima, de que tenemos razón”, advierte la autora, señalando cómo nuestras emociones más primarias son explotadas como combustible digital.
A lo largo de siete capítulos, analiza desde el diseño adictivo de las plataformas hasta el comercio de datos personales, pasando por el poder invisible de algoritmos opacos y la propaganda personalizada. “La red no es libre, ni abierta ni democrática… es la infraestructura más grande jamás construida, y el sistema que define todos los aspectos de nuestra sociedad.
Y sin embargo es secreta.” Esta visión recuerda que lo que damos por cotidiano y neutro —una búsqueda, un clic, un like— está atravesado por intereses que permanecen ocultos a la mirada de los usuarios.
Lo fascinante es cómo Peirano empieza con ejemplos que parecen casi triviales, pero que revelan el trasfondo de la manipulación: describe cómo las industrias del olor y del sabor no nos venden el producto en sí, sino la memoria y la nostalgia del momento en que lo compartimos. De la misma manera, recuerda que un teléfono inteligente no es solo un aparato de comunicación, sino un sofisticado dispositivo de vigilancia equipado con decenas de sensores —desde giroscopios hasta micrófonos y GPS— capaces de registrar cada detalle de nuestra vida cotidiana. Ese abanico de registros en su ensayo es inmenso: va desde la historia de los primeros inventos y la cultura de Silicon Valley con sus magnates —Bezos, Zuckerberg o Musk— hasta la sofisticada gestión de la informatización social en China y las técnicas de manipulación política en Rusia. La amplitud de su pesquisa convierte la lectura en un recorrido que va de lo íntimo y cotidiano a lo geopolítico y global.
Uno de los grandes méritos del libro es su lenguaje claro y preciso, que hace accesibles conceptos complejos sin sacrificar rigor. La profusión de fuentes y la cuidadosa concatenación de sucesos permiten al lector seguir la evolución de la tecnología y sus implicaciones con asombrosa claridad.
Peirano no se limita a describir sistemas o algoritmos: perfila a los personajes detrás de los grandes consorcios, mostrando cómo sus decisiones y ambiciones dan forma al tejido de Silicon Valley y al mito que el propio sector ha construido sobre sí mismo. Esta combinación de documentación y narrativa convierte la obra en un ensayo que informa, advierte y, al mismo tiempo, humaniza los engranajes del poder tecnológico.
La política es uno de los terrenos donde estas lógicas se revelan con mayor crudeza. El caso de Donald Trump en su primera campaña presidencial mostró cómo la segmentación de datos y la manipulación algorítmica podían torcer la balanza electoral: mensajes diseñados para públicos específicos, propaganda personalizada y noticias falsas viralizadas en cuestión de horas. Algo similar ocurrió en Brasil con Jair Bolsonaro, cuya victoria se sostuvo en gran medida en cadenas de WhatsApp imposibles de rastrear y llenas de desinformación. Lo inquietante no es solo que estos liderazgos alcanzaran el poder gracias a esas herramientas, sino que puedan sostenerse y repetirse. Trump, con todo lo despreciable de su discurso, hoy vuelve a estar en la presidencia de Estados Unidos, a pesar de las denuncias por su escalada autoritaria y su política de persecución contra los inmigrantes.
La obra de Peirano ayuda a entender cómo este engranaje digital no solo manipula consumidores, sino que condiciona democracias enteras.
La lectura también remite a figuras como Edward Snowden o Julian Assange, casos excepcionales que lograron mostrar la magnitud del control y la vigilancia a gran escala. Pero son minoritarios frente a un sistema que parece diseñar individuos cada vez más dominables y pasivos. Surge entonces una pregunta inquietante: ¿cuántos irreverentes son necesarios para subvertir un mecanismo que aprende, anticipa y moldea comportamientos? En palabras de Peirano: “El big data es el nuevo plutonio. En su estado natural tiene fugas, contamina y hace daño. Contenido y aprovechado de manera segura puede iluminar una ciudad.” La metáfora ilustra el potencial
y el peligro de un recurso que se explota sin escrúpulos.
En contraste con Homo Deus de Yuval Noah Harari, que en ocasiones parece validar indirectamente el poder de los algoritmos, Peirano se posiciona desde la disidencia: estudia el sistema con rigor, lo desmenuza y lo señala con lucidez. Mientras Harari explica y contextualiza, ella advierte y alerta, convencida de que comprender la lógica del control es imprescindible para no ser rehén de ella. Y en ese desmenuzar, no duda en recordarnos la lógica última del modelo de negocio: “La vieja historia de que, al final, somos el producto… hay que mantener a los usuarios entretenidos mirando la página el mayor tiempo posible.”
No extraña entonces que El enemigo conoce el sistema haya sido reconocido en medios nacionales e internacionales como uno de los libros más importantes de 2019, ni que haya circulado en ámbitos académicos y culturales. Su publicación no supuso represalias contra la autora: al contrario, su voz se ha consolidado en foros y tribunas periodísticas de gran alcance. Que una periodista pueda señalar con tanta claridad las lógicas de vigilancia de las grandes plataformas sin ser acallada habla del poder de su escritura y de la necesidad social de escucharla.
La crítica de Peirano conecta con otras voces como la de Ignacio Ramonet, autor de El imperio de la vigilancia. Ambos coinciden en señalar que la tecnología, lejos de ser neutral, está impregnada de intereses que buscan controlar y moldear a los individuos. Mientras Ramonet subraya el papel de gobiernos y corporaciones en la creación de un “imperio de la vigilancia”, Peirano se centra en el modo en que algoritmos y plataformas sociales manipulan nuestra atención y comportamiento.
En Cuba, la crisis económica y los apagones eléctricos limitan de manera evidente el acceso a internet: hay horas enteras en que los datos móviles no funcionan o se vuelven inestables. Sin embargo, esa desconexión forzada no nos deja al margen de la vigilancia. Un ejemplo elocuente es Google Maps: incluso sin conexión de datos, el sistema sigue registrando la ubicación del usuario, almacenando coordenadas que luego se sincronizan en cuanto la red vuelve a estar disponible. La paradoja es clara: aunque tengamos menos acceso al ecosistema digital global, seguimos siendo parte de su maquinaria de control y registro.
En el caso cubano, la ausencia de un ecosistema digital propio ha obligado al país a utilizar plataformas externas para no aislarse del mundo. Esto genera una paradoja: un sistema socialista expuesto a los mismos mecanismos de vigilancia y manipulación que critica. De ahí la apuesta por alternativas como el software libre, que busca recuperar autonomía, aunque no está exenta de riesgos y vulnerabilidades. La reflexión de Peirano resulta clave: la soberanía digital no depende solo de las herramientas, sino también de la conciencia crítica y de la capacidad de vigilancia ciudadana.
Un aspecto especialmente inquietante que señala el libro es cómo los algoritmos no entienden de matices culturales ni de contextos afectivos. En nuestra vida cotidiana podemos bromear con un amigo sin que ello trascienda a un sesgo sexista, racista o excluyente, porque hay confianza y complicidad. Sin embargo, cuando esas palabras circulan en las plataformas, quedan registradas como datos crudos que pueden alimentar segmentaciones publicitarias o campañas políticas. Así, comentarios inofensivos en lo humano pueden transformarse en insumos para construir narrativas de odio o estrategias de segregación. Hablar mal de alguien, o repetir estereotipos en tono de chanza, puede acabar formando parte del arsenal con el que se diseñan campañas contra comunidades enteras.
Para el ciudadano común, alcanzar esa conciencia no significa convertirse en ingeniero o hacker. La resistencia puede ser cotidiana: cuestionar qué aplicaciones usamos y por qué, revisar permisos de privacidad, medir el tiempo frente a las pantallas, contrastar fuentes y elegir con intención cuándo y cómo participar en plataformas digitales. La subversión, en este sentido, no es técnica sino cultural y ética: no ceder nuestra atención y nuestra identidad sin darnos cuenta, y recuperar espacios de autonomía dentro de un ecosistema diseñado para capturar nuestra mirada y nuestro pensamiento.