CAMAGÜEY.- El pasado 18 de marzo, me referí en estas líneas dedicada a la Historia de Cuba a un personaje célebre como Augusto “Mango” Arango. Mientras contaba algunas de sus peripecias bélicas saltó, inevitablemente, la figura de Blas Diego Villate y de la Hera. Como algunas de las estrellas del cine, arte o la música, lo identificamos menos por su nombre real que por su título nobiliario, Conde de Valmaseda II.
Si bien nuestras páginas gloriosas recogen su estilo cruel de enfrentar las tropas insurrectas, las tácticas contra este controvertido militar español resultaron una prueba de fuego, y escuela, para las incipientes fuerzas insurrectas y sus principales líderes. Tocaba a los buenos cubanos demostrar que la decisión de acudir a la manigua no era un antojo.
Blas de Villate, nació en Sestao, el 3 de febrero de 1824, en un municipio de Vizcalla. De su tío materno, José Santos de la Hera y de la Puente, heredó el título de los Condes de Valmaseda, otorgado el 2 de diciembre de 1846 por la reina Isabel II de España. Como su pariente, y fiel a los deseos de las familias ilustres de la época, se unió a las tropas imperiales.
Ocurrió en la propia tierra española su primer servicio, al participar en el levantamiento de Vicálvaro, liderado por Leopoldo O’ Donell, que pedía restaurar la Milicia Nacional, la supresión de la Constitución moderada de 1845 y la amnistía para los presos políticos. También tomó parte en las guerras libradas en el continente africano y, más adelante, apoyó la vuelta de los Borbones al poder y fue capitán de Castilla la Nueva. Este hombre, a quien sus subordinados apodaban El Gordo, por razones obvias, llegó a Cuba para alimentar un poco más su exitoso curriculum ¿Le sería tan fácil?
Después de un breve período como Capitán General de la pequeña isla caribeña, y una “(…) vasta experiencia en los asuntos de Cuba, donde ha hecho gran parte de su vida militar —llevaba 12 años de servicio en la Isla al comenzar la Guerra Grande— hace que se le nombre jefe de operaciones del Ejército en el centro y el oriente", escribe el periodista Ciro Bianchi Ross, en su artículo El Mambisito era de ley. Soplaban aires de rebelión. Céspedes había prendido la llama con el Grito de Yara, el 10 de octubre de 1868.
Para exterminar la afrenta a la Madre Patria, desembarcó el militar por Vertientes, acompañado de una columna de alrededor de 3 000 soldados. Entre ellos destacaba “el batallón de Cazadores de Valmaseda, llamado así en honor al Conde, quien al iniciarse la guerra ostentaba el cargo de segundo cabo", refiere el Doctor en Historia Contemporánea y miembro de la junta directiva de la Asociación Española de Historia Militar, Alberto Guerrero Martín.
La astucia del militar español no se hizo esperar. Todo indica que pactó con el traidor Napoleón Arango, quien utilizó la reunión en Las Clavellinas como un elemento de distracción para facilitarle la marcha por la zona sur del territorio, sin ser confrontado. No fue hasta el arribo a Ceja de Bonilla, cuando ocurrió su primer encuentro con las filas mambisas. Inició con el pie izquierdo. Los insurrectos, encabezados por Augusto Arango e Ignacio Agramonte, le hicieron abandonar con premura el sitio, en busca de protección en Nuevitas.
Después de ese incidente, el empuje de Valmaseda fue en ascenso. De manera sintética, Bianchi Ross, nos cuenta cómo "(...) invade desde Camagüey la región del Cauto y derrota, en El Saladillo, a las fuerzas cubanas mandadas por el general Donato Mármol. Una verdadera carnicería favorable a las armas españolas, escribe el historiador René González Barrios", comenta cómo Ramiro Guerra lo define "duro y cruel hasta lo implacable".
Sobre el proceder y las capacidades en su oficio, de este siervo a la corona ibérica, encontramos las más variadas opiniones: "... la única columna seriamente organizada con que contaba el gobierno español", reconoce el héroe del Ejército Libertador, Enrique Collazo. Otro que opinó sobre el oficial, fue el Generalísimo Máximo Gómez Báez quien calificó a su enemigo como "el General español que más sangre inocente derramó en Cuba(...) y más lágrimas hizo verter a la mujer cubana (...)"
En el texto Un libro en Canarias sobre la Guerra de los Diez Años, del historiador y profesor universitario, Oscar Loyola Vega, abunda en la percepción que tuvo uno de los integrantes del ejército del Conde, Ramón Domingo de Ibarra, y que reflejara en la obra Cuentos Históricos. Recuerdo de la primera campaña de Cuba 1868-1878, publicada poco después de la contienda.
Apunta Loyola Vega cómo Ibarra vivió momentos fundamentales en el conflicto. "Su actitud personal frente al movimiento de liberación nacional cubano (...) no le lleva a magnificar acciones del ejército español (...) Mientras, Arsenio Martínez Campos, es destacado por su honor militar (...) el feroz Blas de Villate, le da en determinado momento la orden de fusilar a (...) un hombre y su hijo de solo catorce años y un negro esclavo (...).
(...) De igual forma, el autor pierde el control de sí mismo (...) al contemplar que un hospital de heridos civiles cubanos en la manigua es quemado, y sus enfermos masacrados, ante los ojos atónitos de los jóvenes soldados españoles. Al protestar por tales atrocidades, Valmaseda le ofrece una recompensa a cambio de su silencio".
Al llegar a las puertas de Bayamo, para castigar a la cuna de la insurrección, halla un escenario épico: los pobladores había consumido en llamas sus hogares. "El fuego de Bayamo, percibido en el horizonte por el Conde de Valmaseda, da a él el recuerdo de la voluntad numantina del pueblo cubano: ¡Libres sí, esclavos no; independientes sí, sujetos no!", dijo Eusebio Leal Espengler de aquel suceso, en el artículo La única y sola Revolución que ha existido en nuestra tierra.
La impotencia, dominó a Blas de Villate. Rojo de cólera, ordenó el comienzo de una operación fulminante. Así, el 4 de abril, lanza a los cuatro vientos que "el que no está conmigo, está contra mí", e inicia la tristemente conocida, Creciente de Valmaseda. Proclama que será "pasado por las armas todo hombre mayor de 15 años sorprendido, sin justificación, fuera de su finca, y dispone que se reduzca a cenizas todo caserío que se encuentre deshabitado y también aquellos otros donde no campee un lienzo blanco en forma de bandera que acredite que sus pobladores desean la paz (...)", acota Ciro Bianchi.
Ese propio autor, en el escrito Capitanes Generales (I), regala algunas pinceladas íntimas del protagonista de estas líneas: “En campaña, solía (...) descansar en la casa de vivienda de los ingenios azucareros que encontraba a su paso. Quedaba entonces en calzoncillos y camiseta, pero no se despojaba jamás de la gorra en la que lucía los entorchados correspondientes a su alto grado militar. Comía bárbaramente e ingería grandes cantidades de agua helada. Sudaba a mares y expelía un olor nauseabundo. Su aliento se hacía insoportable incluso a varios pasos de distancia”.
Aunque tal descripción emerja como un rayonazo en la imagen del militar, nos acerca a los privilegios que gozaba la alta oficialidad, por encima de aquellos soldados de a pie, en su mayoría eran pastores, "(...) campesinos iletrados (...) que se identifican con el país al cual vienen a pelear, y añoran constantemente mejorar su situación económica, al regresar al suelo natal (...)", a decir de Loyola Vega.
Luego de tres mandatos como Capitán General de Cuba, Blas ocupó esa misma responsabilidad en Castilla la Nueva. Le fueron otorgados un rosario de condecoraciones por la lealtad y la gloria brindada a España. Las medallas y el ego, le henchían y le brillaban en su hinchado pecho. Recordaría quizá algunas de sus hazañas, de contienda... seguro las mismas que le narraría en el informe rendido al Ministro de Ultramar en el 1872, Eduardo Gasset, como lo cuenta el médico y general de brigada, Félix Figueredo Díaz, en Cuadernos de Historia de la Salud Pública.
"(...) desde que se hizo cargo del mando de la campaña (...) asegura que fue pacificada las Cinco Villas y que hoy reina absoluta paz en todo el territorio (...) Ofrece una relación -muy reducida- de los presentados y agrega: «Bayamo, Jiguaní y Manzanillo, están abiertos a la invasión por Cuba, Holguín y Las Tunas, están confiadas al dominicano Modesto Díaz y a Félix Figueredo, Ruz y Maestre. A todos he hecho abandonar el terreno y retirarse a la parte de Holguín (...)».
(...) Y agrega después: «En Holguín había varios jefes de poca importancia; fusilados unos y destituidos los otros (...)» Afirma en el mencionado informe que ha sido pacificadas Las Villas, Sancti-Spíritus, Morón, Bayamo, Jiguaní, Manzanillo, Baracoa y considera la insurrección ya muerta (...)".
Con total confianza, le confirmaba al Ministro, que "La guerra ha concluido en la Isla de Cuba". No obstante, su sustituto, general Riquelme, al sentarse en la silla del mandamás, se percata de algo: "Lejos, pues, de estar casi terminada la guerra, al cesar el Conde de Valmaseda en el mando, había tomado inesperadamente un incremento de consideración. A punto de sostener las fuerzas insurrectas reñidos combates en que casi por primera vez luchaban (...)".
Aquel hombre que pesaba "no menos de 450 libras", según el investigador Ciro Bianchi y fue también apodado como "Conde Panza y en lugar de Su Excelencia, aludían a él como Su Insolencia", cubrió con las sombras de la maldad a la manigua. Pero también curtió en la lucha irregular a aquellos hombres mal armados, casi desnudos y aparentemente incapaces de trabar un combate, que tuviera términos felices.
Existe una obra de teatro dedicada al honor de Valmaseda, escrita en 1860, por Don Antonio Carralón de Larrúa, ¡Qué convido al Coronel!..., así como calles, un municipio, una plaza... en localidades españolas, que remiten al noble y a su linaje. Lejos de agradecerle, reconocemos su rol como proveedor del combustible necesario para que aún, en las peores condiciones de lucha, se acrizolaran los mejores sentimientos patrióticos y no decayeran los bríos para continuar los sacrificios por nuestra pequeña nación.