El 19 de febrero de 1878 apareció publicado un texto, en La Gaceta, que cayó como un cubo de agua fría sobre aquellos hombres de pensamiento independentista: el Pacto del Zanjón. Era una suerte de celebración de la metrópoli y la mayoría de los aristócratas, que aplaudían el éxito del hábil Capitán General español Arsenio Martínez Campos que había conseguido, nueve días antes, pacificar la isla.
La divulgación de ese acontecimiento motiva a imaginar las posibles reacciones de lugareños e implicados en la contienda: por aquel ambiente colonial, quienes acudieron al pregón del periodiquero y compraron el rotativo, comprendieron que la Guerra Grande había terminado. Para unos quedó la tranquilidad y para otros, el sabor amargo de la derrota. Los más informados del asunto quizá intuyeron que eran ciertos los rumores de la desunión, indisciplina y caudillismo entre las filas mambisas.
Con el diario abierto en la página que refleja el cuerpo del documento, bautizado por Antonio Maceo como una paz sin independencia, los vecinos habrían creado las pequeñas tertulias, esas que se acaloran con las controversias políticas en medio de la calle, entre el trasiego de las calesas y el grito de los vendedores ambulantes. Después de asestarle un taconazo furioso a los adoquines, un tal José señalaría cómo luego de más de una década de luchas, los esfuerzos por alcanzar la libertad definitiva habían sido frustrados.
Apuntaría con indignación al primero de los ocho artículos: “Concesión a la isla de Cuba de las mismas condiciones políticas, orgánicas y administrativas disfrutadas por Puerto Rico”. Trataría de que su interlocutor, Don Manuel, comprendiera que seguíamos en modo colonia, que la Patria continuaba encadenada a la metrópoli. Sin embargo, sería en vano porque el otro, fiel a la corona española, contestaría con un agradecimiento a los mil voluntarios caídos en batalla y a la astucia del restaurador de la monarquía borbónica, Martínez Campos.
En un campamento mambí de Puerto Príncipe, un terrateniente ha movilizado a toda su familia en función de la Guerra Grande. Los mosquitos, la humedad y el acecho de las huestes españolas han desgajado el árbol genealógico del que antes se enorgullecía. Desde el 1868 siguió el ejemplo de El Mayor, Ignacio Agramonte Loynaz, pero luego de su muerte, en el 11 de mayo de 1873, el espíritu combativo no ha sido lo mismo. Observa cómo los éxitos del Generalísimo, Máximo Gómez, no son suficientes para evitar el regionalismo, y conducir a una invasión hacia el Occidente.
De improviso escucha un “run run”, de boca de un emisario, que un pacto ha venido a terminar con la guerra. Entre sus propuestas, se concederá el perdón a los insurrectos ¿Qué hacer? ¿Qué decisión tomar luego de tantas pérdidas y privaciones? ¿Volvería de nuevo a su vida de antaño? ¿Era esa una segunda oportunidad para rehacer las riquezas? Quizá fueron algunas de las incógnitas que atraparon, posiblemente, a quienes invirtieron su existencia en pelear por la independencia de Cuba.
El General de Brigada del Ejército Libertador, Enrique Collazo Tejada, ilustra en el artículo Aclaraciones a La Protesta de Baraguá, las condiciones en las que se encontraba el ejército de la zona de Camagüey por aquel entonces:
“(…) los regimientos de Bonilla y Caonao, así como el de caballería de Agramonte, todos en deserción por los manejos del general Vicente García, reducidos a unos cuantos oficiales agrupados en torno a sus jefes (...)
Sobre el temido regimiento de caballería, escribió que “(...) se había casi disuelto después de la muerte de su jefe el valeroso José María Sorí, quedando solo el (...) de infantería Jacinto, a las órdenes del coronel Gonzalo Moreno. Al capitular, apenas había en todo el territorio camagüeyano 200 hombres en activo servicio”.
Los lectores de La Gaceta, seguro advirtieron cuán tentador significaba el acápite tercero de “el Zanjón” para el sector más representado entre los mambises: “Libertad a los colonos asiáticos y esclavos que se hallen hoy en las filas insurrectas”, decía. Para esos guerreros de la Patria, la evolución debía completarse con la transformación en hombres libres, en un país libre ¿Cómo habrán reaccionado los valientes negros y chinos manilas, protagonistas de disímiles páginas de gloria? ¿Cuál sería su nuevo destino y rol en una sociedad donde todavía no se había abolido la esclavitud?
La sacudida final de la Revolución iniciada por Carlos Manuel de Céspedes, no se cumplió en la contienda del ‘68. El agotamiento por la extensión de la campaña, la escasez de recursos, el apoyo casi nulo del exterior y la crisis interna de los aparatos de dirección, resultaron algunas de las causas que conllevaron a su fracaso, según reconoció el historiador, Oscar Loyola Vega. No obstante, en el horizonte quedaban atisbos de esperanza.
“(…) Solo un jefe insurrecto se percató de ese peligro: Antonio Maceo. Y salvó, con su intransigencia, el futuro(...)”, planteó Enrique Collazo. La investigadora Francisca López Civeira, esclarece cómo “(...) La zona del extremo oriental (…) mantenía la capacidad combativa, la disciplina y se sostenía el ideal independentista. Antonio Maceo, (...) pasó a representar a los sectores más populares e intransigentes dentro de (…) aquella coyuntura (...)”.
La capitulación el diez de febrero, en el bohío situado en San Agustín del Zanjón, a orillas del arroyo Maraguán, estableció una pausa. Una pausa turbulenta e inevitable, que la obra de nuestro Héroe Nacional, José Martí, convirtió en necesaria para unificar a los cubanos en el reinicio de las luchas, el 24 de febrero de 1895.
A los 145 años de la divulgación del pacto que dejó a las puertas del triunfo a los patriotas aprendemos, por La Gaceta, que ese medio de prensa puso en manos de los periodiqueros, no solo una noticia vendida como pan caliente, sino también, un cuerpo de experiencias y el paradigma más adverso para las revoluciones cuando sus hijos dejan caer la espada y se les escapa del alma la palabra unidad.
El 19 de febrero de 1878 apareció publicado un texto, en La Gaceta, que cayó como un cubo de agua fría sobre aquellos hombres de pensamiento independentista: el Pacto del Zanjón. Era una suerte de celebración de la metrópoli y la mayoría de los aristócratas, que aplaudían el éxito del hábil Capitán General español Arsenio Martínez Campos que había conseguido, nueve días antes, pacificar la isla.
La divulgación de ese acontecimiento motiva a imaginar las posibles reacciones de lugareños e implicados en la contienda: por aquel ambiente colonial, quienes acudieron al pregón del periodiquero y compraron el rotativo, comprendieron que la Guerra Grande había terminado. Para unos quedó la tranquilidad y para otros, el sabor amargo de la derrota. Los más informados del asunto quizá intuyeron que eran ciertos los rumores de la desunión, indisciplina y caudillismo entre las filas mambisas.
Con el diario abierto en la página que refleja el cuerpo del documento, bautizado por Antonio Maceo como una paz sin independencia, los vecinos habrían creado las pequeñas tertulias, esas que se acaloran con las controversias políticas en medio de la calle, entre el trasiego de las calesas y el grito de los vendedores ambulantes. Después de asestarle un taconazo furioso a los adoquines, un tal José señalaría cómo luego de más de una década de luchas, los esfuerzos por alcanzar la libertad definitiva habían sido frustrados.
Apuntaría con indignación al primero de los ocho artículos: “Concesión a la isla de Cuba de las mismas condiciones políticas, orgánicas y administrativas disfrutadas por Puerto Rico”. Trataría de que su interlocutor, Don Manuel, comprendiera que seguíamos en modo colonia, que la Patria continuaba encadenada a la metrópoli. Sin embargo, sería en vano porque el otro, fiel a la corona española, contestaría con un agradecimiento a los mil voluntarios caídos en batalla y a la astucia del restaurador de la monarquía borbónica, Martínez Campos.
En un campamento mambí de Puerto Príncipe, un terrateniente ha movilizado a toda su familia en función de la Guerra Grande. Los mosquitos, la humedad y el acecho de las huestes españolas han desgajado el árbol genealógico del que antes se enorgullecía. Desde el 1868 siguió el ejemplo de El Mayor, Ignacio Agramonte Loynaz, pero luego de su muerte, en el 11 de mayo de 1873, el espíritu combativo no ha sido lo mismo. Observa cómo los éxitos del Generalísimo, Máximo Gómez, no son suficientes para evitar el regionalismo, y conducir a una invasión hacia el Occidente.
De improviso escucha un “run run”, de boca de un emisario, que un pacto ha venido a terminar con la guerra. Entre sus propuestas, se concederá el perdón a los insurrectos ¿Qué hacer? ¿Qué decisión tomar luego de tantas pérdidas y privaciones? ¿Volvería de nuevo a su vida de antaño? ¿Era esa una segunda oportunidad para rehacer las riquezas? Quizá fueron algunas de las incógnitas que atraparon, posiblemente, a quienes invirtieron su existencia en pelear por la independencia de Cuba.
El General de Brigada del Ejército Libertador, Enrique Collazo Tejada, ilustra en el artículo Aclaraciones a La Protesta de Baraguá, las condiciones en las que se encontraba el ejército de la zona de Camagüey por aquel entonces: “(…) los regimientos de Bonilla y Caonao, así como el de caballería de Agramonte, todos en deserción por los manejos del general Vicente García, reducidos a unos cuantos oficiales agrupados en torno a sus jefes (...)
Sobre el temido regimiento de caballería, escribió que “(...) se había casi disuelto después de la muerte de su jefe el valeroso José María Sorí, quedando solo el (...) de infantería Jacinto, a las órdenes del coronel Gonzalo Moreno. Al capitular, apenas había en todo el territorio camagüeyano 200 hombres en activo servicio”.
Los lectores de La Gaceta, seguro advirtieron cuán tentador significaba el acápite tercero de “el Zanjón” para el sector más representado entre los mambises: “Libertad a los colonos asiáticos y esclavos que se hallen hoy en las filas insurrectas”, decía. Para esos guerreros de la Patria, la evolución debía completarse con la transformación en hombres libres, en un país libre ¿Cómo habrán reaccionado los valientes negros y chinos manilas, protagonistas de disímiles páginas de gloria? ¿Cuál sería su nuevo destino y rol en una sociedad donde todavía no se había abolido la esclavitud?
La sacudida final de la Revolución iniciada por Carlos Manuel de Céspedes, no se cumplió en la contienda del ‘68. El agotamiento por la extensión de la campaña, la escasez de recursos, el apoyo casi nulo del exterior y la crisis interna de los aparatos de dirección, resultaron algunas de las causas que conllevaron a su fracaso, según reconoció el historiador, Oscar Loyola Vega. No obstante, en el horizonte quedaban atisbos de esperanza.
“(…) Solo un jefe insurrecto se percató de ese peligro: Antonio Maceo. Y salvó, con su intransigencia, el futuro(...)”, planteó Enrique Collazo. La investigadora Francisca López Civeira, esclarece cómo “(...) La zona del extremo oriental (…) mantenía la capacidad combativa, la disciplina y se sostenía el ideal independentista. Antonio Maceo, (...) pasó a representar a los sectores más populares e intransigentes dentro de (…) aquella coyuntura (...)”.
La capitulación el diez de febrero, en el bohío situado en San Agustín del Zanjón, a orillas del arroyo Maraguán, estableció una pausa. Una pausa turbulenta e inevitable, que la obra de nuestro Héroe Nacional, José Martí, convirtió en necesaria para unificar a los cubanos en el reinicio de las luchas, el 24 de febrero de 1895.
A los 145 años de la divulgación del pacto que dejó a las puertas del triunfo a los patriotas aprendemos, por La Gaceta, que ese medio de prensa puso en manos de los periodiqueros, no solo una noticia vendida como pan caliente, sino también, un cuerpo de experiencias y el paradigma más adverso para las revoluciones cuando sus hijos dejan caer la espada y se les escapa del alma la palabra unidad.