CAMAGÜEY.- Transcurría la Guerra Grande. Ignacio Agramonte, al frente de su escolta y una pequeña caballería cruzaban un arrollo, situado al noroeste del municipio de Guáimaro. Durante la marcha encontraron un campamento español abandonado y en el suelo, un carapacho de jicotea que tenía escrito: “Cuba será libre cuando esta jicotea cante”. Aquel 23 de julio de 1872, el Mayor y su tropa, darían un giro al oprobio de los colonialistas.

“Los autores habían sido los hombres de un destacamento español con aproximadamente 100 efectivos (…) comandados por el teniente Luis González Estévez, quienes habían salido a recoger ganado por el territorio (...)”, apunta el historiador, Ricardo Muñoz Gutiérrez, en el artículo Valentía y Honor, que aparece en su libro Del Camagüey: historias para no olvidar I y II. Ya los exploradores mambises los habían avistado en la finca El Salado, donde se hallaban descansando. Solo tocaba esperar la orden de cargar al machete.

Dos días antes de este encuentro, narra Juan J. E. Casasús, en su libro Vida de Agramonte, cómo el Diamante con Alma de Beso escribía a su esposa Amalia Simoni, una carta donde le contaba de las frecuentes manipulaciones de la causa del Ejército Libertador, por la prensa española: “(...)Ya sé que algunas veces te alarmarán con sus falsedades; pero no debes creerlas(…)". Entre los intentos de descrédito y falacias, le advierte de las fake news de su propia muerte.

Narraba El Mayor, a su adorada, cómo durante sus peripecias el fuego enemigo le había “muerto y herido caballos, me atravesaron una vez la manga de la chamarreta y en otra me hicieron una pequeña contusión en una pierna, pero hasta ahora ni una sola herida (...)”. Sin embargo, en el cruento enfrentamiento en El Salado, la fusilería del cuerpo de voluntarios, alcanzó al “campeón de nuestra milicia, quien había entrado en infinidad de veces en combate”, como expresara Casasús.

Casi cuatro años de fogueo, como estratega y guerrero, habían convertido a Agramonte en un militar respetable: La Luz, Minas de Juan Rodríguez, Jimirú, Puente Carrasco, La Gloria, Ingenio Grande, Embarcadero de Vertientes, Mucará, La Entrada, El Mulato, La Redonda, Casa Vieja, San Borges, Babujal, Jicotea, el audaz ataque a la ciudad de Camagüey y el extraordinario rescate del Brigadier, Julio Sanguily lo hacían invulnerable ante la mirada de su tropa fiel.

Lo cierto es que solo dos días habían transcurrido del envío de la misiva a Amalia, cuando El Mayor pegó el grito de “!!A degüello!!”, y se abalanzó, junto a su tropa, sobre los rivales. Cuenta Casasus que “el combate, breve y al arma blanca, terminó con la destrucción total de la fuerza española, cayendo herido y prisionero su jefe, el teniente Don Luis González y Estévez (...)”. Todo parecía OK para el bando cubano, no obstante, un proyectil de fusil había alcanzado a Agramonte, perforándole los omóplatos.

Según comenta Muñoz Gutiérrez todo indica que sus hombres

“(…) no se percataron de que estaba herido(...)”, y luego “(…) ya en el campamento ocupado, baja del caballo y requiere la presencia del doctor Antonio Lorenzo-Luaces (...)”.

El odio, la furia y la venganza se apoderaron de uno de los mambises que al observar la espalda sangrante del prócer camagüeyano, cual ángel despojado a la fuerza de sus alas, pidió la muerte inmediata del oficial ibérico.

“Matadme, he cumplido con mi deber”, se preparó Don Luis para asumir su destino. Pero el insigne mambí, tuvo la última palabra. Pidió que se le perdonara la vida por haber peleado. Su código de honor era demasiado fuerte como para tomar una decisión distinta, por eso exigió a Luaces que sanara primero al español. Después de curado, el notable principeño, le comunicó al prisionero que se le atendió con la ética y “leyes de la guerra”, a pesar de los escasos recursos.

Con esta acción, el Ejército Libertador propinaba un guantazo a quienes vertían la bilis, en los periódicos, en contra de la causa de los cubanos. A quienes escribían de la revolución naciente como el un antojo de una tribu salvaje. Por un lado, los insurrectos demostraron una vez más su capacidad de quebrar al ejército rival, mal armados y superados en efectivos, y por el otro, se evidenció la moral de sus líderes, que actuaban en nombre de la libertad, y no con el objetivo de exterminar a sus contrincantes.

Mientras el teniente González era “conducido hasta las inmediaciones de Cascorro y colocado cuidadosamente debajo de una mata de mango para que al amanecer fuese visto por sus compañeros de armas”, como apunta Ricardo Muñoz, el Conde de Valmaseda, a diferencia de la actitud imitable de Agramonte, barría de la faz de la tierra a una lista bien larga de mambises cautivos y de inocentes.

Sin tiempo para recostarse o pensar en su integridad física, en apenas 48 horas, El Mayor ya consumaba su siguiente victoria, en Jacinto. Derrotaba a “la célebre Compañía de Movilizados (...), bajo el filo de los aceros de aquella caballería solo comparable a los llaneros de Páez o a los escogidos escuadrones del glorioso Seidlitz”, según Casasús. Ante el imparable espíritu de los jinetes de Agramonte, imagino una probable respuesta para el escrito “Cuba será libre cuando esta jicotea cante”. Mientras leía la frase en el carapacho, el mambí, el autor del hallazgo, se contestaría: “ja, ja, ja”.