CAMAGÜEY.- El 10 de octubre de 1868 se escuchó el continuo repique de la campana del ingenio Demajagua, situado en la región oriental del país. Era la señal de que un cambio grande surgiría de aquel lugar. De que las claras intenciones libertarias de su propietario, Carlos Manuel de Céspedes, pronto se materializarían tras leer el manifiesto que se pronunciaba por la independencia a través de la lucha armada contra la metrópoli española.

Con voz decidida, por el viento se esparcieron las palabras de la soberanía: “Ciudadanos, hasta este momento habéis sido esclavos míos. Desde ahora, sois tan libre como yo. Cuba necesita de todos sus hijos (...) Los que me quieran seguir, que me sigan, los que se quieran quedar, que se queden”. Pero sus antiguos siervos prefirieron el camino del machete y la pólvora. De la insurrección.

Según cifras de la época, por aquellos años de los más de un millón 359 mil habitantes, alrededor de 300 mil esclavos y unos 200 mil mulatos y negros libres. La aplastante mayoría sojuzgados al mandato de los amos colonialistas y ricos hacendados. Las diferencias raciales fueron dirimidas en aquel instante glorioso, en la tierra bayamesa, donde el Padre de la Patria conminó a los acaudalados presentes a sumarse a su proyecto de lucha.

“No es un sueño, es verdad: grito de guerra/ lanza el cubano pueblo, enfurecido;/ El pueblo que por tres siglos ha sufrido/ Cuanto de negro la opresión encierra”. Así describió nuestro Héroe Nacional, José Martí, la impresión que le causó el estallido de esa Revolución, en un plano histórico en el que ya no cabían más concesiones ni reformas de una metrópoli hacia su colonia. Los países latinoamericanos habían roto ya las cadenas del coloniaje y ahora, Cuba debía seguir el ejemplo.

Bastan los criterios de Céspedes para calificar la situación de los cubanos al referir que al llegar a los “extremos de la degradación y miseria que nosotros nos vemos, nadie puede reprobarle que eche manos a las armas para salir de un estado tan lleno de oprobio”. La guerra, que debía comenzar el 14, fue adelantada por el patricio bayamés el día 10. Una delación resultó el motivo principal de la materialización prematura de los acontecimientos.  

En otros versos de su soneto, publicado en los primeros meses de 1869, en el periódico Siboney, Martí continúa sus loas a la gesta de octubre: “De su fuerza y heroica valentía/ Tumbas los campos son, y su grandeza/ Degrada y mancha horrible cobardía. El espíritu de los hombres de abolengo que renunciaron a sus bienes materiales, y se alzaron en compañía de sus familiares, fue una de las luces más altruistas de esa contienda.

Céspedes, Francisco Vicente Aguilera y otros tantos héroes como el camagüeyano Ignacio Agramonte Loynaz, que más tarde se sumaron a las filas mambisas, sacrificaron las herencias familiares, títulos nobiliarios y la seguridad de su gente. La persecución de los ideales libertarios los sacó de la lumbre tibia de su hogar hasta la húmeda maleza que les servía de refugio de las tropas españolas; los hizo mezclar los aristocráticos modales con las primitivas maneras de la manigua; el sorbo del café caliente y los emplatados de origen francés, por el Cuba Libre y la improvisada dieta colocada sobre una hoja de plátano. Aún bajo esas complejidades se pensaba en la independencia.

La hacienda del Padre de la Patria fue bombardeada apenas unos días después del levantamiento, por el barco Neptuno y luego, como para rematar aquella vida de riquezas y lujos, sus tripulantes incendiaron las pocas posesiones que todavía clasificaban como salvables. Sin embargo, lo que para las autoridades de España significaba un tiro de gracia al noble terrateniente, para Céspedes pudo suponer la entrega total. La acción que lo colocaría como un igual ante todos los sublevados de la nación, al ratificarse como presidente de la República en Armas el 10 de abril, en la Asamblea de Guáimaro.

Casi 80 años después, la campana que repicara en el ingenio la Demajagua, uno de los pocos objetos que no sucumbieron ante el incendio, se encontraba en un acto en las escalinatas de la Universidad de La Habana donde se rendía tributo al hecho. Allí fue palpada por un joven que encarnó los firmes ideales mambises. Eran las manos del entonces vicepresidente de la Asociación de Estudiantes de la Escuela de Derecho, Fidel Castro Ruz. Del joven que liderara una nueva sublevación y que esta vez concluiría con el Triunfo de la Revolución Cubana, el 1ro de enero de 1959.

Al fin con entereza/ Rompe Cuba el dogal que la oprimía/ Y altiva y libre yergue su cabeza!”, dice nuestro Apóstol como una sentencia ajustada al homenaje que todos los cubanos rendimos a los 152 años del alzamiento que marcó el inicio de un proceso ininterrumpido y a las tradiciones de lucha que hoy transformamos en fuerzas para forjar nuestro futuro.