CAMAGÜEY.- Personajes. Una muchacha, Astrid, agobiada por la soledad y la extenuante búsqueda de lo idílico. Una estación de metro que contrario a la conmoción que supone la representación mental del lugar, es quieta, invariable. Un muchacho, Helmut, que comparte con ella un distrito, una estación de metro, un edificio, y la misma angustia, la misma carencia. Se ven, se deciden.
Annette, una cantante de ópera absorbida por la presión de la fama y la ovación. El escenario dejó de ser remanso donde flotaba solo su alma y su canto; se volvió diluvio que ahoga la voz, la energía. Como puede ocurrir con todo y con todos: lo bueno, también, tiene la capacidad de transfiguración. Silvia, una asistente leal y eficiente; una mujer de “fraudes” generosos, humanos.
Borja, un sinnadie, que no tiene nada pero es feliz, que se le encara a la vida con optimismo, como todo un “emperador”. A los mendigos como él no puede reconocérsele por lo sucio y hueco. Tiene un sueño, persiste, aun cuando sean recurrentes las puertas laterales que no pueda traspasar. Y esa actitud, ese don, tiene tanto, tiene todo, de pulcro y divino.
Los momentos de (decorosa) ópera y las imágenes de contexto cosmopolita que enseña una pantalla recalcan que es en Austria donde “estamos”. Los personajes son unos lejanos vieneses, sí, pero con conflictos y desvelos tan cálidos como los nuestros.
Con Otoño (un melodrama), Teatro del Viento no traiciona su apuesta por lo cotidiano. Son tan universales sus argumentos que un cubano común puede entender, y compartir, las nostalgias, los delirios, los nervios de un vienés cualquiera.
Confiesa Freddys Núñez Estenoz, director del grupo, que el texto le nació en 2013 cuando visitaba esa ciudad europea. Tras varios intentos por montar la obra, finalmente en 2017 salió de un tirón y la estrenaron en los tabloncillos de la inspiración; también aquí en junio de ese año. Cautivó a ambos públicos. Próximamente Otoño se volverá una opereta con el protagonismo de la Ópera de Viena y actores de los cinco continentes; Freddys los dirigirá.
Se apagan las luces. Ellos, los que “actúan” se inclinan en señal de respeto y agradecimiento. Del lado de acá la gente se funde en un aplauso que parece tan largo como la hora y 45 minutos que duró la función. Una, que casi no alcanza puesto, alucina a tal punto que se siente más viva que cuando entró y entiende que la existencia es irremediablemente una actuación tan espontánea como la sucesión de las estaciones, como el desplome de las hojas cuando llega el otoño, como las sillas que tras mi insistencia muda y sorda, amablemente sumaron para mí y los míos.
Bendita Viena que no conocemos, bendito polvo que nos trae el Viento para proponer horizontes, temporadas, pálpitos.