CAMAGÜEY.-Hay quien, al ver a una persona con síndrome de Down, solo alcanza a percibir la diferencia. El prejuicio, viejo y persistente, los confina al silencio, a la casa, a una vida que se imagina limitada. Pero en Camagüey —ciudad de iglesias y de estrechas calles coloniales— una pareja de bailarines ha desmentido durante quince años esas creencias. Desde un escenario humilde, desde un barrio común, Rober y Yanet han mostrado que la danza puede ser oficio, camino de independencia, puente hacia la dignidad.
Han sido años duros también para el país: crisis económicas, escasez creciente, incertidumbres. Y, sin embargo, en medio de esas dificultades, ellos han logrado mantener vivo un proyecto artístico sostenido por la voluntad obstinada de sus familias, por el empuje de instituciones culturales locales y por el apoyo material y espiritual de la ONG suiza Camaquito, que los acompañó desde los primeros pasos. No son la regla, sino la excepción: una excepción felizmente acogida en el sistema de la cultura cubana, que reconoce en el arte no solo una disciplina, sino también una herramienta de inclusión.
Nos encontramos una mañana reciente en la galería Alejo Carpentier. El espacio, fresco y silencioso, parecía ideal para hablar de la historia de este dúo. Allí, en el patio, empezaron a desplegarse las voces que explican el sentido de estos quince años.
UNA VOZ QUE GUÍA Y OTRA QUE APRENDE
Yanet habla con soltura, agradece a todos, recuerda cada nombre, cada proyecto que los invitó. Se reconoce como guía en la pareja: “A veces él se troca en algún paso y le digo: vamos a hacerlo como yo lo hago para que quede bonito, y eso es lo que a él le gusta, que yo lo guíe”.
Con orgullo enumera logros: presentaciones en distintas provincias, invitaciones de artistas de varios géneros, pertenencia al proyecto Golpe a Golpe, y hasta los planes para la gala de aniversario: “Un tema de Compay Segundo, y una sorpresita con Eleguá y Oshún para el cierre”.
Rober, en cambio, habla con frases más breves. Se expresa con sencillez, pero con hondura emocional:
“Yanet es una persona hermosa. La mejor compañera de trabajo y una amiga”.
Ese es su modo de agradecer lo que la danza le ha dado: un lugar en el mundo, un oficio con nombre propio. Lo dice con seguridad: “Ser bailarín es mi carrera, y me siento bien”
EL SOSTÉN DE LAS FAMILIAS
Detrás de cada coreografía, detrás de cada presentación en La Comarca, en un teatro o en un barrio de Camagüey, están las madres: Odalis y Gardenia. Ellas se negaron a que sus hijos quedaran confinados en casa.
“Nunca pensamos que iban a llegar a esto… comenzó como un simple proyecto en equinoterapia y se ha convertido en algo grandioso”, confiesa Odalis, madre de Rober, con una mezcla de asombro y orgullo. También reconoce lo que el baile hizo por su hijo: lo volvió más independiente, mejoró su lenguaje, lo obligó a relacionarse con los demás.
Gardenia, madre de Yanet, mira más allá del caso individual y se detiene en los vacíos que persisten:
“Con estos niños hay que trabajar más lento, dedicarles más tiempo, tener más paciencia. Si existieran instructores de arte preparados para ellos, se lograra mucho más. Podría existir incluso una academia, porque hay muchos con talento no solo para el baile, también para la pintura, el teatro, la música. Pero no existe ese profesor”.
Ambas madres coinciden en que la constancia —a veces más que el talento— ha sido decisiva. Constancia de los hijos, y constancia de ellas, que acompañaron cada ensayo, cada viaje, cada escenario.
EL PROMOTOR QUE LOS ABRAZÓ
La otra voz imprescindible es la de Reinier Elizarde, “el Payaso Chocolatiqui”, humorista y promotor cultural de la Casa de Cultura Ignacio Agramonte. Los conoció hace catorce años en el proyecto de equinoterapia y decidió incorporarlos a Vivan los Barrios, otro programa comunitario. “Me enamoré cuando los vi con ese talento, con esa seriedad. Los acogí para formar parte también del proyecto”, recuerda.
Él fue testigo de sus avances, de las giras a provincias vecinas, de la entrada al proyecto Golpe a Golpe, donde reciben una beca de creación de intervención comunitaria. Allí son acogidos, se les exige y cumplen como el resto de los artistas.
Y, sin embargo, Reinier insiste en la mayor deuda pendiente: “Lo más difícil en estos quince años es encontrar un instructor de arte permanente para ellos. Han pasado por muchos. Ese es el gran reto”.
INCLUSIÓN EN MOVIMIENTO
El Dúo Esperanza no es solo un número artístico. Son dos personas que han encontrado en la danza un modo de afirmarse ante los demás, de derribar prejuicios. El barrio los reconoce, los sigue, los aplaude. En la calle les preguntan cuándo vuelven a presentarse. En la televisión local ya son rostros familiares.
Para el sistema cultural cubano, su caso es una validación de que la inclusión es posible. Para la comunidad, son un ejemplo de superación. Para las familias, un triunfo cotidiano.
Pero también son un espejo que señala lo que falta: instructores formados, academias especializadas, proyectos que multipliquen lo que hoy sigue siendo una excepción.
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QUINCE AÑOS DESPUÉS
Hoy, a sus 34 y 40 años de edad, Rober y Yanet se preparan para celebrar quince años de carrera artística. Ensayan en casa, repiten pasos en La Comarca, sueñan con escenarios mayores. Yanet invita con entusiasmo: “Los invito a que vayan el 28 para que nos vean”.
No será solo una gala de homenaje. Será la prueba de que la danza —cuando se convierte en camino de vida— puede derribar muros más altos que los del prejuicio. Será, sobre todo, la confirmación de que desde una ciudad del interior, desde la constancia familiar y el apoyo comunitario, se puede construir un ejemplo luminoso de inclusión.
El Dúo Esperanza celebra sus quince años, y con ellos, celebra la certeza de que el arte también puede ser una forma de justicia.